martes, octubre 29, 2013

“Sí, abuelita”

La semana pasada estuve, por cuestiones del azar, en la sala de espera de un hospital público. Era la sala de urgencias y la zona de altas. Mientras esperaba a quien había acompañado, me senté con mi libro previsto en una de esas bancas de plástico rígido que se encuentra atornillada a un eje en donde se ubican hasta cuatro lugares individuales para sentarse. Releía Al cielo por asalto, la compleja novela de Agustín Ramos, que tenía previsto comentar con mis estudiantes de la universidad. Cuando más enfrascado estaba en la lectura de esa máquina de metáforas y alegorías vino a sentarse a mi lado una viejita. Se sentó y comenzó a darle indicaciones a su nieta acerca de la necesidad de salir del nosocomio para sacar copias de su acta de alta y de la receta que le habían dado. La chica, quien no debía tener más de veinte años, la escuchaba con atención y a cada afirmación susurrada por la anciana ella decía “sí, abuelita” o “no, abuelita, esta es para ti” en relación a los papeles que debía fotocopiar. Me llenó de curiosidad la manera diligente, respetuosa y llena de amor con que la jovencita se dirigía a su abuela. Salió a sacar fotocopias, regresó y la abuela la envió a sacar una que se le había pasado. Y la chica dijo “sí, abuelita” y salió nuevamente. Luego regresó y se dirigió a la farmacia del hospital. Volvió con una carga infame de cajitas, frascos e inhaladores. Según escuché, la dotación de seis meses. La chica intentó ordenar las medicinas poniéndose en cuclillas frente a su abuela, me pareció la imagen perfecta de la devoción. Le cedí mi lugar y le ayudé a ordenar la dotación. Se les había olvidado algo a los dependientes de la farmacia y hacia allá fue. Yo me fui a comprar un café en un local que funcionaba dentro del hospital.
          La imagen de la chica con su abuela me llevó muy lejos. A los caminos de San Agustín Chagchaltzin, un pueblo enclavado en la Sierra Norte de Puebla. Mi abuela había nacido y vivido ahí. Después salió huyendo del alcoholismo del abuelo y del maltrato. Construyó una familia con éxito. Cuando el abuelo murió, las tierras de labranza le habían sobrevivido. Ella, durante mucho tiempo, se negó a vender la tierra. La seguía cultivando. Y hacía sus visitas esporádicas a fin de verificar que quienes habían sido designados por ella para el trabajo lo estuvieran haciendo bien. Yo la acompañé varias veces. Era una especie de paje encargado de cargar con las bolsas que se iban llenando de las más variadas cosas. La mayoría, ofrendas que sus conocidos y familiares le iban regalando con una generosidad que hoy ya no es tan común: granadas, naranjas, aguacates, frijol. Al final del ciclo de cosecha se contrataba un camión y ella vigilaba escrupulosamente que se cargara con el producto obtenido de la tierra (generalmente maíz). A mí me gustaba viajar encima de todos esos costales llenos de mazorcas blancas y amarillas. Sentir en el rostro el viento que bajaba por las cañadas húmedas de la sierra. También me gustaba caminar al lado de mi abuela. Ayudarle con la carga y sonrojarme cuando me presentaba como su nieto, “el mayorcito, el que es igual a su papá”. Me gustaba escucharla contar sus historias. Memorias de gente que yo no conocía. Pero me gustaba oírla. Y decirle “sí, abuelita”.

miércoles, octubre 23, 2013

Doctora de cabecera




Para Laura, por supuesto.

Hoy es Día del Médico. Y a mí, el campeón de los distraídos, se me pasó felicitar por la mañana a una con quien comparto mi vida. Pero yo sé que ella me perdonará como perdona muchas otras cosas. Generalmente las que tienen que ver con mi indisciplina e incapacidad de seguir al pie de la letra las indicaciones para tomar mis medicamentos o mi defensa de los métodos alternativos.
          Durante cinco años he atestiguado el esfuerzo que representa para un profesional de la medicina especializarse en algo dentro de su área. Días sin dormir, dietas erráticas, lecturas de documentos en duermevela, guardias, contacto cotidiano con la muerte. En este país se lleva a cabo una explotación metódica de los trabajadores de la salud. El trabajo de cuidar de los pacientes, en el sevicio público, corre muchas veces por parte de los estudiantes que cargan sobre sí la responsabilidad de mantener a flote los servicios que el sector ofrece.
          Cuando la Muerte aparece, también, son los primeros responsables a los cuales achacar el paso del tiempo y las fallas de la biología. Nunca se culpa a la vida licenciosa, a las comidas en exceso, a los descuidos voluntarios, al designio divino. Se culpa, en primer término, al médico. Y habrá alguno que, por errores a los que no estamos exentos ninguno de los humanos, sea en realidad culpable. Pero, la mayoría de las veces, tienen que cargar con los efectos de esta cuestión de manera injusta.
          Antes creía, con sinceridad, que los médicos se aprovechaban de sus conocimientos para enriquecerse sin pudor. Hoy el conocimiento de experiencias cercanas me arroja nuevas luces: los esfuerzos realizados para que alguien se convierta en domador de la Enfermedad y cancerbero de la Muerte son suficientes para justificar tal cosa. Porque aparte de conocimiento se requiere tener otras cosas para ejercer la medicina: paciencia, buen oído, capacidad para reconocer los errores, humildad (esta no es muy fácil que digamos), empatía. Una serie de habilidades que no cualquiera está destinado a desarrollar o, siquiera, a poseer.
          Por eso hoy reconozco el esfuerzo de todos aquellos que se dedican al noble arte de la medicina. Que, al tiempo que curan los cuerpos, sigan aspirando a curar las almas de quienes todos los días, o al menos alguno, tenemos necesidad de su existencia. Yo uno de los más necesitados. Con la suerte de tener doctora de cabecera. Literal.  

martes, octubre 22, 2013

Cosechas

 Hoy corté unos chiles manzanos que he cultivado en varias macetas en el balcón de mi departamento. Son amarillos, como pequeños soles. Casi había olvidado la sensación de separar los frutos de una planta de sus ramas. No hay manera de describirlo de forma justa. Sobre todo si esos frutos los hemos visto crecer con lentitud hasta transformarse en algo que se puede probar y disfrutar.
          Estas cosas son las que hacía con mi padre hace ya muchos años. Más de veinte. Levantábamos cosecha de productos variados: manzanas, aguacates, higos, brevas, duraznos, capulines, ciruelas, membrillos, chayotes, chiles, papas, maíz, frijol, chícharos, peras, naranjas, mandarinas, plátano, limones, café...
          A últimas fechas, la nostalgia acerca de esos tiempos viene a visitarme. Antes recordaba todo eso como la manera en que la tierra reclama el esfuerzo para darnos sus frutos. El trabajo en el campo es uno de los más pesados que existe y, al menos en este país, uno de los que ofrecen menos ganancia neta. El campesino en México es un ser orillado a la discriminación y la memoria histórica de la semiesclavitud en las haciendas y las fincas. Un ser reducido ante quien cualquier estúpido se siente con derechos de superioridad. Es el desposeído, el huarachudo, el oloroso a sudor, el sombrerudo. Nunca es concebido como quien produce muchas de las cosas que nos llevamos a la boca todos los días. Aquél sin el cual moriríamos de hambre.
          Es también uno de los productores de riqueza más desprotegidos. Hoy que corté mis chiles hacía frío. Un frío más fuerte que el que había estado haciendo en los últimos días. Presagio del invierno. Vino a mi memoria un hecho de mi infancia. Mi padre compró un ranchito cafetalero. Eran los principios de los noventa y el precio del café hacía pensar en futuros venturosos. Pero pasó lo peor que podía pasar. Precisamente en ese año, en el invierno del 92, cayó una de las nevadas más cruentas de las que se tenía registro. Tan cruenta que las plantas de café, que ya contaban algunos años, se secaron hasta el centro de los troncos. Recuerdo la desazón y la tristeza que trajo eso. No pudimos levantar ni una sola cosecha plena de cerezas rojas de café. Los frutos mudaron del verde al marrón mientras las hojas de las plantas adoptaban el aspecto de cadáveres vegetales.
          Fuimos a tirar las plantas. No había esperanza de que retoñaran. A golpe de hacha, machete y trozadores vimos cómo el futuro venturoso se convertía en composta para la tierra. Mi padre, testarudo como pocos, volvió a sembrar planta nueva de café. Ya no hubo tiempo para levantar la cosecha de esas plantas. El apremio económico, vital o de otro tipo, esto ya no lo recuerdo, nos orilló a vender el terreno. Recuerdo que, a un lado de esas plantas nuevas, sembramos también plantas de chile manzano. De éstos recogimos varias cosechas. Eran de un amarillo deslumbrante. Como los que hoy resplandecen entre las macetas de mi balcón.