viernes, abril 19, 2013

Tras el rastro de las huellas


Conviene pensar a veces en la memoria de las cosas. En cómo los objetos nos pueden reflejar algún aspecto de su propia existencia. Múltiples son las maneras a partir de las cuales podemos testimoniar esa memoria: la descomposición es una, la ruptura, la falta de brillo, la herrumbre... Todos signos del paso del tiempo y de la inevitable lógica de la naturaleza. Cuando esos objetos gastados se unen con la mirada del hombre ocurre un fenómeno en el cual podemos reconocernos como elementos que nos integramos (a medias o completamente) con el resto de las cosas que forman el universo. A veces ocurren en la “realidad” justo en el momento en el cual guardamos silencio y nos dedicamos a mirar. O también cuando cerramos los ojos y nos hacemos conscientes de nuestra propia materialidad y de cómo ésta tiene fecha de caducidad. A veces, en cambio, ocurre en el sueño, ese espacio tan desprovisto de normas y de lógica. Transitar por los cuentos de La herrumbre y las huellas de Alejandro Badillo genera esa sensación.
          Tenemos exigencia en el contrato de lectura con los textos incluidos en este volumen. No son textos que se limiten solamente a contar una historia de manera tradicional. Todos ellos exigen por parte del lector una mirada activa que decida la manera en la cual se resuelven los conflictos planteados en sus páginas. Como una especie de experimento de Schrödinger, al llegar al desenlace de cada una de las tramas, nos asalta la sensación de incertidumbre, de incompletitud. Toca al lector llenar, con sus propias filias o miedos, los espacios en blanco que el autor reparte a lo largo de las nueve piezas.
          Tenemos también la creación consistente de una atmósfera por demás inquietante. Como si todos los cuentos pudieran desarrollarse en un mismo escenario que, más que estar construido de espacio, lo está de sensaciones. Ese ambiente enrarecido que sofoca al lector y lo anima en la búsqueda de hallar alivio en un desenlace que calma la ansiedad que se ha ido construyendo de manera consistente mientras los párrafos transcurren. Consistente no quiere decir, de ninguna manera, monótono. Cada uno de los cuentos tiene su propio ritmo, su propia identidad, su particular manera de generar ansiedad en el lector.
          Hay un ambiente de suspenso sostenido en el cual unos ladrones esperan agazapados la señal que les permita saber que, después de cometido su delito, podrán salirse con la suya (“Engranajes”); unos personajes que, como aves de mal agüero, marcan la dinámica vital de un pueblo cuyas calles parecieran el escenario de un western apocalíptico (“Los visitantes”); en el mismo escenario podría llevarse a cabo la acción de “El colgado”, un relato de terror en donde el personaje de un niño se convierte en el elemento que se transforma a medida que el relato se acerca hacia el final; también en el registro del terror entra “El duelo”, una historia en la cual los elementos de una maleta sin contenido claro y una nube de moscas que revolotean alrededor de los personajes genera un ambiente entre onírico y terrorífico; en “Contagio” encontramos un narrador cuya voz podría resonar en los campos de Comala sin ninguna complicación, la idea de la muerte se materializa, literalmente, desde las primeras páginas del cuento; ideas como la precariedad, lo fantasmal y el miedo rondan “Cuando la guerra”, donde la claustrofobia y la paranoia confinan aún más a una pareja dentro de su casa; en “El peso de las cosas”, por primera vez, aparece un elemento ausente en el resto de las historias: la pulsión sexual, es una de las mejores piezas del volumen; “Lidia”, por su parte, aborda los territorios del sueño, del doble y de cómo el objeto del deseo refleja variadas facetas como si de una caja de espejos se tratara; la pieza que cierra el volumen, “La señal”, explora otro de los aspectos que desgasta y herrumbra a las personas hasta romper los límites de lo que insistimos en llamar “realidad”.
          Sin lugar a duda es un libro valioso que debe leerse con atención, aceptar el reto de buscar maś allá de lo expresamente dicho y disfrutar las soluciones que le otorguemos a estos evocadores relatos.

Alejandro Badillo, La herrumbre y las huellas, Puebla, Educación y Cultura, 2013. 

miércoles, abril 03, 2013

Ensayar la risa

(Para descargar el libro haz clic en la imagen, vía Tediósfera).

Escribir sobre lo cotidiano no es fácil. Escribir sobre lo cotidiano con sentido del humor es tarea titánica. Pocos hay que lo consiguen. En la tradición solemne de nuestro país muy pocos. Probablemente Gutiérrez Nájera estaría en esa lista. Y Jorge Ibargüengoitia, como el epígono de tales propósitos. Y más hacia nuestros días, Germán Dehesa, Guillermo Sheridan y Juan Villoro (en su faceta menos seria). Todos ellos son personajes a quienes caracteriza una cuestión que no se puede pasar por alto: la capacidad de relacionar los referentes de la alta cultura con las referencias contemporáneas de la cultura popular.
Es decir, sus referentes no se quedan en el limbo de la Academia ni sus textos sólo pueden ser leídos por iniciados en el canon de la cultura denominada “general” (que cada vez más muda a “particular, rara, en peligro de extinción”). Todos se mueven hacia aquello que ha sido llamado la cultura de masas, la cultura de los medios masivos de comunicación, la cultura de los jodidos (Azcárraga dixit), en fin, la cultura popular (término a discusión pero que, para efectos prácticos, funciona). Refieren a ese campo, pero sin perder de vista la formación culta ni la rigurosidad argumentativa.
A ese singular pantheon habrá que añadir a Eduardo Huchín Sosa, escritor campechano que con su libro ¿Escribes o trabajas? (FETA, 2004) consigue lo que los arriba mencionados tienen como estilo de escritura. Hay en la aparente variedad de los textos incluidos en el volumen, características que los hermanan: la referencia a elementos identitarios del sureste de México, una capacidad de observación de los detalles de la “vida de la calle” que muda en expresiones tragicómicas de nuestra realidad, la referencia a formas discursivas que parten de géneros académicos pero cuyo contenido remite a cuestiones que reconocemos cercanas y conocidas.
Los temas sí son variados y hay para todos los gustos: digresiones sobre la vida y vocación artística, el porno como industria y como discurso, los personajes y géneros televisivos, la genealogía de las diversas formas de expresar el ser de los mexicanos, la música, la literatura, la burocracia, el futbol y una serie de preocupaciones cuyo tratamiento mueve a la risa congelada.
Porque algo que se agradece en este libro (y que deja con ganas de más, lo que algún editor más que listillo debería ya de estar sopesando) es el humor finísimo (que va de la ironía a la parodia a la alegoría al sarcasmo) que se teje en cada una de sus páginas. Es de los libros que se leen con calma. Entre pausas. Como esos postres extracalóricos que están al fondo del refrigerador y de los cuales sólo podemos comer ligeras rebanadas para extender el placer. Aunque dependiendo del lector es posible que un atracón sin miramientos también lo deje más que satisfecho (pero con síndrome de abstinencia, seguro). Por mi parte, me quedo a la expectativa y en la cacería de la próxima entrega de estas crónicas-ensayos-artículos que me hicieron pasar más de un buen rato. Dejo una muestra:
“Disculpen la modestia”
La técnica del autoelogio representa una guía para aquellos críticos encargados de sustentar nuestra trascendencia. A través de ella se concretan los caminos que han de seguirse para un futuro análisis de nuestra obra.
     Los críticos y los escritores comúnmente no comparten la misma óptica de apreciación, eso origina discordancias entre lo que espera el autor que digan de él y lo que, al final, aparece escrito.
     A lo largo de su vida, el escritor va tejiendo el aparato crítico que lo consagre. Este apartado, huelga decirlo, obedece a una pantomima de narcisismo que es sólo evidente para sí mismo. Toda literatura es polisémica y esta peculiaridad sirve de pretexto para que cualquiera (tachado de mediocre) diga de sus críticos:
     ―En verdad, no comprendieron la unidad interna del texto ―y, a continuación, cite a los grandes maestros de la semiología y la hermenéutica que ni él mismo comprende.
     El error de estos escritores reside en esperar a la réplica para aclararlo todo, cuando debieron partir de otro lado: trazando el camino de análisis de su propia obra utilizando las obras ajenas.
     Al escribir un ensayo literario, uno tiene que “ver” en sus autores favoritos aquello que quisiera fuese evidente en su propia obra. A esto se le llama “sentar guías”. Es decir, que se deben construir verdaderos monumentos de elogio hacia los autores analizados para establecer las reglas en este juego de espejos.
     “De Eduardo Huchín podríamos decir lo que él mismo opina de Ibargüengoitia…”.
Que utilicen nuestros párrafos es enteramente agradable, siempre y cuando señalemos la manera en que deben ser citados. Por supuesto, que el juicio anterior es una muestra del grado máximo del autoelogio: el que hacen los otros con nuestras propias palabras.
     Hay otras maneras menos cínicas para, sino emitir juicios “pertinente”, escribir las vías de acceso a nuestros libros analizando otros:
     “Al libro de (aquí poner cualquier nombre) se llega a través de un estudio exhaustivo del lenguaje que revela su aparente sencillez verbal. Las distintas voces enunciativas establecen una atmósfera inusitada en nuestra literatura. Cada palabra ocupa el lugar que le corresponde; no existen elementos gratuitos… etcétera”.
     Repetido eso en dos o tres reseñas sobre dos o tres libros distintos, la reflexión se asienta en el subconsciente del crítico que las lea y que al revisar nuestros textos halle en ellos ese supuesto “estudio exhaustivo del lenguaje, etcétera”.
     Pero el método más elegante (y literalmente plausible) se encuentra en esa técnica narrativa conocida como “construcción en abismo” o “sistema de cajitas chinas”. Esto es: escribir un cuento donde un personaje escriba también un cuento que tenga, a su vez,  a un personaje escribiendo un cuento. Lo anterior con la finalidad de que en la narración que haga nuestro personaje se dejen evidentes las mismas características de la narración que nosotros mismos hemos escrito. O que simplemente, el personaje de nuestra historia haga una crítica favorable a un escritor ficticio que presumiblemente seríamos nosotros.

Eduardo Huchín Sosa, ¿Escribes o trabajas?, México, FETA, 2004.