miércoles, mayo 30, 2012

De qué leo cuando tengo que correr


Tengo prohibido correr. Es una cuestión que se relaciona con una lesión en las vértebras lumbares que me diagnosticaron hace tres años aproximadamente. Las causas de tal lesión fueron variadas: exceso de sedentarismo, permanencia del cuerpo en una sola posición (sentado frente a la computadora, como podrán imaginarse), malos hábitos alimenticios que derivaron en sobrepeso, sobrecarga de esfuerzo de ciertas partes del aparato muscular y esquelético durante la infancia y la adolescencia, entre varios. Cuando todo coincidió con una época de estrés terrible derivó en una crisis en la que pedía a todos los dioses que existieron y por existir que terminaran con mi tormento; tenía que desbarrancarme literalmente de la cama para poder realizar las tareas más simples y tratar de seguir con mi vida. Es obvio que en esas condiciones no lo lograría. La primera recomendación de mi doctora de cabecera (favorita y querida por razones que van más allá de este diagnóstico) fue que bajara de peso, llevaba sobre mí una sobrecarga de más de treinta kilos de los que había que desembarazarme. Así que fui a la nutrióloga.
         El desenlace es relativamente feliz: conseguí reducir varias tallas y los dolores de espalda se hicieron menos frecuente y, sobre todo, menos intensos. A partir de las recomendaciones médicas me confiné prácticamente a la natación y por mucho tiempo he disfrutado de esta actividad, hasta que, hace unas semanas, regresé a la zona de aparatos del gimnasio. La razón de esto fue porque encontré un aparato que me permite ejercitarme y, al mismo tiempo, leer. Y no cualquier ejercicio, sino correr, o algo muy parecido, ya que el aparato evita los impactos contra el suelo que usualmente genera esta actividad. Para combinar tales tareas, que a la mayoría les parecerían incompatibles, ha sido de enorme ayuda la iPad. Leer en la iPad mientras se corre en un solo sitio resulta cómodo, ya que la pantalla requiere de sólo un toque para adelantar la página. Y así he encontrado una manera de hacer dos cosas que me gustan al mismo tiempo.
         De tal manera, he echado mano de varios textos, pero uno de los que más he disfrutado ha sido De qué hablo cuando hablo de correr de Haruki Murakami. Es este un libro en el que se narra cómo el célebre, denostado por muchos a partir de tal celebridad, escritor japonés es, también, un corredor de fondo. Y no estamos hablando de un tipo que se pone los tenis y sale a trotar todas las mañanas. No, hablamos de un tipo que corre un maratón cada año, que ha corrido durante todo un día para llegar a la redonda cifra de 100 kilómetros, que se ha aventurado por los caminos del triatlón.
         Es también un libro autobiográfico en el que el autor nos narra diversos momentos de su vida asociados con las decisiones que ha tomado: regentear un local de jazz, retirarse de improviso para dedicarse a escribir, inmiscuirse de manera intensa e interesada en la traducción de diversos clásicos ingleses, dar conferencias sobre la manera en que escribe y los métodos que utiliza para esto. Y correr. Sobre todo la disciplina, el dolor, la visión del mundo y el placer que le deja el hecho de dedicarse de manera constante a correr en los más diversos lugares del mundo: en Japón, en las islas griegas, en Central Park, en Italia.
         Añadamos a esas recetas informadas sobre la carrera, unos cuantos consejos sobre la escritura, que en el caso de Murakami es sobre el hecho de escribir novelas. De cómo prepararse para una carrera equivale un tanto a desarrollar las páginas de una novela. Y que esa carrera puede resultar un verdadero éxito de acuerdo a lo que el autor/entrenamiento se haya planteado. O un rotundo fracaso. O que, en el peor de los casos, se tenga que abandonar porque algún imprevisto, igual un calambre que una idea que no progresa, evita que lleguemos a vislumbrar la meta.
         En otro orden de ideas, habla de la manera en cómo encaramos el mundo. En qué estamos dispuestos a hacer para tener un mejor nivel de vida, una vida plena. Si estamos dispuestos a sacrificar aquello que nos causa placer pero reduce nuestro goce momentáneo. A sufrir dolores que al final se traduzcan en recompensas que se vuelvan contrapeso gozoso a la meta obtenida tras tal método.
         Al igual que “El perseguidor”, el cuento de Cortázar que juega a ser jazz, el libro de Murakami juega a ser al mismo tiempo un entrenamiento y el desarrollo de una carrera. Después de pasar las primeras páginas y tomar vuelo en la lectura no queda más que llegar al final. Y el final es uno del cual no podemos renegar. En la meta hemos aprendido algo. O bien lo que debemos tener en cuenta para comenzar a correr, o la manera en que podemos afrontar un proyecto literario, o, en última instancia, la manera en que nos gustaría aprender a morir si queremos llevar una vida plena.
         Pienso que escribiré esto mientras la camiseta completamente empapada de sudor se me pega al cuerpo y sigo moviendo los pies en este nuevo descubrimiento. Un libro inspirador que anima a seguir adelante, mientras la vida y el camino que ésta traza lo permiten. Corran (literalmente) a leerlo.

[Un fragmento:
A veces la gente me dice: «Llevando siempre una vida tan saludable como la suya, ¿no le parece que llegará un momento en el que ya no podrá seguir escribiendo novelas?». Cuando estoy en el extranjero, esto no me ocurre casi nunca, pero parece que en Japón hay bastante gente que opina así. Es decir, que escribir novelas es una actividad poco sana y que los escritores tienen que llevar una vida lo más insana posible, bien alejados del orden público y de las buenas costumbres. De este modo, rompen con todo lo mundano y consiguen acercarse a las cosas más puras, que poseen valor artístico. Esta suerte de tópico está muy arraigada en la sociedad. Al parecer, con el paso de los años se ha ido forjando este esquema de «artista=insano (degenerado)». En las películas y en las series de televisión aparece a menudo esta imagen estereotipada (legendaria, si lo digo con propiedad) del escritor.
En líneas generales, estoy de acuerdo con la idea de que escribir novelas es una labor insana. Cuando nos planteamos escribir una novela, es decir, cuando mediante textos elaboramos una historia, liberamos, queramos o no, una especie de toxina que se halla en el origen de la existencia humana y que, de ese modo, aflora al exterior. Y todos los escritores, en mayor o menor medida, deben enfrentarse a esa toxina y, sabedores del peligro que entraña, ir asimilándola y capeándola con la mayor pericia posible. Porque sin la intervención de esa toxina no se puede llevar a cabo una auténtica labor creativa en el sentido verdadero del término (les pido perdón por la extraña metáfora que ahora emplearé, pero puede parecerse al hecho de que la parte más sabrosa del pez globo sea precisamente la más cercana al veneno). Y a eso, se mire por donde se mire, no se le puede llamar una actividad «saludable».
Dicho de otro modo, por su origen, los actos artísticos contienen en sí mismos agentes insanos y antisociales. Admito esto sin paliativos. Precisamente por ello, no son pocos los autores (y en general los artistas) que se degradan en relación a los estándares que marca la vida real o que se envuelven en el hábito de lo antisocial. También esto puedo comprenderlo. O, mejor dicho, son fenómenos innegables.]

Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, Barcelona, Tusquets, 2010. 

martes, mayo 29, 2012

El club de los suicidas... remix

La Vale “Dos Palabras” Gascón, escritora que gusta de los títulos largos y de las historias que no requieran demasiada explicación, me lo dijo: te va a gustar. Y me gustó. Pizzería Kamikaze y otros relatos es uno de los mejores libros que he leído en este año. De la autoría de un ya no tan joven Etgar Keret (1967), los relatos incluidos en este volumen tienen una fuerza narrativa poderosa, lo suficiente como para disfrutar su lectura de principio a fin. Personajes extravagantes, escenarios poco comunes, situaciones hilarantes por absurdas y un sentido del humor más que efectivo hacen de este un libro cuya lectura parecería obligada.
         El volumen abre con “La historia del conductor de autobús que quería ser Dios”, una parábola en la cual temas como la disciplina, lo rutinario y la manera en cómo escapamos de éstos en beneficio insospechado de terceros se presenta de una manera en que la ternura se combina con la sorpresa. Trata de los amores imposibles y de cómo un simple gesto puede atenuar el dolor que la imposibilidad impone en los desasidos del amor.
         “El deschavete de Nimrod” trata, a su vez, de una crónica absurda en la que un grupo de amigos sabe, asume y experimenta la locura de manera arbitraria pero continua. A lo largo del texto, la presencia de Nimrod, un adolescente suicida que parece murmurar palabras a los oídos de sus amigos e incitarlos a la locura, es al mismo tiempo un fantasma y un recuerdo que los demás se empeñan en conservar. Es también un cuento sobre la madurez y la forma en cómo nos agarra desprevenidos la mayoría de las veces. Cuando somos los últimos en madurar pareciera que nuestra condena es ser fieles testigos de cómo los demás crecen y se convierten en adultos. Y en cómo, al ser los últimos, nos resistimos con todas las fuerzas a tal cambio.
         En “El coctel del Infierno”, el autor construye una historia de amor a las puertas mismas del averno, que está, según las señales del relato, en Uzbekistán. Una mezcla de descripciones sobre el tedio que se vive en los pueblos abandonados a su suerte, las personas que deambulan por esos sitios y una carga metafísica que se hacen del cuento algo fresco y, al mismo tiempo, inquietante.
         “Útero” es la historia de… un útero. Pero no cualquiera, un útero hermoso que termina siendo exhibido para admiración del mundo entero. Más allá de esto, es una burla de las asociaciones que enarbolan causas que rayan en lo ridículo. La búsqueda y el destino final del útero genera más de una imagen a cualquier lector medianamente informado: imágenes que pasan por el complejo de Edipo; por la muerte simbolizada por una parte del cuerpo, la más íntima, expuesta al público; por el cambio de significado que las cosas tienen cuando dependen de la interpretación que otros le dan.
         Finalmente, “Pizzería Kamikaze”, la pieza que le da título al volumen es una historia de amor, muerte, surrealismo y títulos largos. A lo largo de veintiséis capítulos, acudimos a la travesía de Haim, un suicida, después de haber causado su propia muerte. El mundo del suicidio como un mundo cualquiera, más aún, un mundo en donde conceptos como la celebridad y la “originalidad” quedan remitidos en función de que todos los que habitan ese espacio han experimentado lo mismo: la muerte a manos propias. Ahí nos podemos encontrar a Kurt Cobain y esquivarlo porque su jactancia acerca de la sabiduría sobre las cosas del mundo se convierten en cierto momento en cuestión insoportable. Haim narra cómo se desprende del mundo y cómo, en un lugar en que todo es posible pero que en paradoja todo parece ordinario, se relaciona con otros personajes que buscan hallar su propio significado en ese mundo. Más allá de preguntarse sobre el destino de Lihi o sobre los misteriosos “limpiadores” tras el sacrificio de un mesías (dentro de un mundo de suicidas, no se olvide), lo que sobresale es la historia de Haim y la manera en cómo decide llevar a cabo la espera a la que se encuentra condenado. Una espera que no difiere mucho de la que se lleva en vida, en este mundo que también ofrece, a veces, algunas cosas de las cuales maravillarse. Como este libro.
         Más que recomendable.


[Un fragmento: 
--Dime -le preguntó Ari-, ¿es cierto eso que cuentan de que antes de que salgas para alguna misión te prometen que en el mundo venidero tendrás setenta vírgenes que estarán buenísimas y serán unas ninfómanas? ¿Y para ti solito?
   --Sí, eso es lo que nos prometen -dijo Nasser-, y mira cómo he terminado, completamente alcoholizado. 
     --Así que al final te tomaron el pelo, Nasser -le dijo Ari, alegrándose de su desgracia. 
     --¡Anda!, pues puede que sí -asintió Nasser-, ¿y a ti?, ¿qué es lo que te prometieron a ti?
("Pizzería Kamikaze")]

Etgar Keret, Pizzería Kamikaze y otros relatos, México, Sexto Piso, 2008.

miércoles, mayo 23, 2012

Mayo


Te podría hacer el amor lento. Te podría morder un labio sin que apenas lo notaras. Te rozaría con la yema de los dedos por el contorno de tu espalda. El roce acabaría donde termina la espalda. Entonces no habría pausas ni miramientos ni roces. Sentirías mis manos recorrerte sobre territorio seguro. Sobre dunas y laderas, barrancas y riachuelos. Podría desgranar de mi lengua las palabras en tu vientre. Atesorar con los labios aquellas que los dos sabemos no decir cuando los demás escuchan. Probaría el filo de mis dientes en tus hombros lisos, en tu nuca nerviosa. Jugaría a desatar el broche del sostén, a sentir cómo los tirantes desajustan tus pulmones. Miraría tus pechos como un milagro que se revela para mí solo. Les contaría un secreto, en voz baja, arrastrando las vocales, contando uno a uno los poros que respiran liberados de su clandestinidad. Iría más abajo, donde la concentración se vuelve una nube de polvo que estalla en pequeñas estrellas fugaces. Donde el abecedario se dibuja con la lengua, donde el beso evoluciona en electricidad. Y sólo entonces buscaría la forma de estar tan cerca que no sepamos más dónde comienzas tú y dónde termino yo. Lo demás es agua. Y olas. Y la mar completa. Podríamos hacerlo, sin duda. Pero hoy no puedo más que imaginar tus ojos abiertos reflejando el infinito. Y una sonrisa que vacía los mares. Y mi cabeza dando vueltas al pensar que podríamos hacernos el amor tan lento que el tiempo dudaría de su existencia. 

jueves, mayo 17, 2012

Yo fui un antropólogo zombi



Una cosa es cierta: los libros, las películas y la vida nunca son la misma cosa. Los textos no se modifican, las imágenes no cambian y las experiencias son las mismas en lo absoluto, pero en nuestra percepción y memoria se transforman con cada nuevo dato, vivencia, juicio (y prejuicio) que atesoramos.
         Hace muchos años, debieron ser los noventa, vi The Serpent & The Rainbow (Wes Craven, 1988), una película basada en un famoso (y sensacionalista) libro escrito por Wade Davis, un antropólogo cuya ocupación consistía en ir a remotas tierras alejadas de la civilización a despojar de conocimientos médicos ancestrales a las sociedades que encuentran en la naturaleza la manera de sobrevivir y curar enfermedades.
         La película se sitúa en Haití, durante los motines que expulsarán del país a Jean Claude Duvalier (Baby Doc) del poder dinástico que se había consolidado desde los tiempos en que su padre, François, había gobernado la isla. La misión del alter ego de Davis, llamado aquí Dennis Allan (Bill Pullman), es conseguir la sustancia que los guardias presidenciales (los Tonton Macoutes, que en realidad tendrían que ser los Leopardos; los primeros fueron parcialmente exterminados por Baby Doc a la muerte de su padre) y diversos chamanes practicantes del vudú utilizaban para crear zombis. En ese esfuerzo de verosimilitud histórica la sustancia incluso tiene un nombre: la tetradotoxina, misma que, apunta el epílogo del filme, “se sigue estudiando”.
         A lo que voy con la reflexión del primer párrafo es que recordaba una película anodina, palomera y desechable. Y lo es. Pero que, ahora que la volví a ver, encontré algunas cuestiones que me pasaron por alto la primera vez: primero, hay un esfuerzo de Craven por hacer que el Haití de las revueltas sea verosímil, y lo consigue; el ambiente de los caseríos miserables y el aspecto de sus habitantes no desentona con el que podíamos observar, por ejemplo, en los reportajes sobre el terremoto de 2010. Hay además ese esfuerzo por significar el papel que el vudú tiene dentro de la sociedad haitiana. Aparece por ahí un cuadro casi documental en el cual se explica la relación más que sincrética entre la deidad Erzulie, la diosa vudú del amor, y la virgen María, inserta en un catolicismo retorcido hasta lo bizarro. Los momentos de terror y sobresalto no han perdido efectividad. Hay una elaboración que resulta bien lograda del mundo onírico que Allan experimenta a raíz de las sustancias que consume. El personaje del mentor del antropólogo, un anciano académico que no desdeña el poder de lo místico y sobrenatural, consigue sembrar en el espectador la posibilidad de que eso que se plantea “sea cierto”.
         Al final, los zombis resultan pintorescos, pero no las causas de su origen. Venganzas políticas en las cuales se afirmaba que los Tonton Macoutes aprisionaban las almas de los cautivos para poder usarlos a su conveniencia; rumores acerca de la capacidad de varios sacerdotes vudú para dominar la mente de aquellos que se consideraban más débiles mentalmente; haitianos ilustrados que, a pesar de su educación, seguían creyendo y practicando los rituales de sus abuelos.  
         Si algo hay que reprocharle a la cinta es el final por completo hollywoodense. Un final que no le pide nada a los desenlaces de las mejores películas de El Santo: patadas voladoras y efectos visuales chafitas incluidos. Lo rescatable: la renovación receptiva de un entretenimiento que muda en testimonio del imaginario creado alrededor de la figura de los muertos vivientes.

lunes, mayo 07, 2012

Las brujas que llevamos dentro


Ricardo Bernal es, sin lugar a dudas, uno de los escritores más atípicos de nuestra narrativa. Abreva por igual tanto de géneros tradicionales como el terror o la "fantasía" como de la cultura pop. Sin lugar a dudas, es uno de esos escritores que generan inquietud intelectual y, al mismo tiempo, el placer que sólo la buena literatura genera.
         En estos días he leído un cuento que me ha gustado bastante, “Lucas muere”. En éste se narra la manera en cómo un desilusionado por cuestiones amorosas termina en agonía, o muerto, después de una borrachera de antología. La anécdota es lo de menos. Lo interesante es la manera en cómo Bernal narra esa anécdota. De manera lúdica, pero también inquietante, construye la alegoría del cuerpo como una casa. Y hace que esa casa sea habitada.
         Utiliza a unas brujas que viven en el interior de su cuerpo. Habitan en la cabeza y se divierten revisando la biblioteca de sus recuerdos. Pero un día se aburren y se descuelgan hasta su corazón. Ahí encuentran las razones de la tristeza y el mal talante de Lucas, el protagonista: una mujer amada que ya no está. Y entonces las brujas alientan la desgracia.
         Más que la historia en sí, llama la atención la forma en cómo se narra más allá de la alegoría inicial. Aparece un inventario de botellas que son las que el personaje, víctima y preso del dolor, ingiere en una noche sin fin. Acá les dejo el inicio, y el vínculo, por si se animan a seguir leyendo.
Había una vez dos brujas que vivían dentro de un cráneo.Lucas, el dueño del cráneo, cada mañana se miraba en el espejo sin sospechar que esos ojos de perro amarillo eran en realidad dos ventanas desde donde las brujas contemplaban el exterior. No sabía que dos viejas brujas pensaban sus pensamientos y soñaban sus sueños. No sabía que dos viejas y terribles brujas lo habitaban.
Algunas veces, mientras Lucas trataba de dormir, las brujas invitaban a sus amigas y organizaban una fiesta: sacrificaban gallinas, encendían cigarros enormes y preparaban todo tipo de brebajes. Luego, ponían en el fonógrafo los viejos discos de Gardel y bailaban tango toda la noche entre pisotones y alaridos. Lucas, desesperado, daba vueltas y vueltas en su cama; maldiciendo las cuatro tasas de café que seguramente le habían espantado el sueño.
Otras veces, las brujas entraban de puntitas a la cocina del cráneo y abrían las desvencijadas puertas de la alacena. Con dedos largos y malignas intenciones, mezclaban las sustancias de los frascos donde Lucas guardaba sus recuerdos. Imágenes desordenadas aparecían entonces en la pantalla de su memoria: recordaba a su padre con la cara enjabonada y una navaja de afeitar en la mano, mirando sorprendido la orden de arresto que le mostraban los gendarmes; recordaba la madrugada de lluvia y hojarasca cuando él y su amigo Mateo encontraron el tesoro oculto en la cueva de los dinosaurios; recordaba los gestos y las manos heladas de sus hermanita María, muerta de leucemia a los siete años; recordaba el sabor de la sangre, y recordaba también a Berenice, la misteriosa mujer de verdes ojos y medias negras que hizo de su corazón un tololoche, arruinándolo para siempre.
         Las brujas comían palomitas de maíz y se morían de risa al mirar los recuerdos de Lucas. De pronto, dos horribles dentaduras postizas se desencajaban de sus bocas abiertas y volaban por todo el cráneo castañeteando los dientes. Las brujas, asombradas, sacaban sus redes de cazar mariposas y trataban de atraparlas, estrellando a su paso algunos de los frascos. Cuando las dentaduras volvían a sus respectivos lugares, los recuerdos encharcaban los tapetes de la sala; y afuera, los ojos de Lucas se inundaban. [Seguir leyendo]. 

viernes, mayo 04, 2012

Hardcore*


El cuarto estaba iluminado sólo por los destellos que salían del televisor. Aunque nadie lo veía en ese momento. El hombre sentado en el borde de la cama tenía los ojos cerrados. Su respiración era regular, aunque a intervalos se oía cómo tragaba saliva. Lo demás eran gemidos. Puros y simples gemidos. Aunque, justo ahora que el hombre deja caer pesadamente la cabeza sobre una almohada acomodada a propósito, comienza a escucharse el ruido inconfundible de una mamada. Él entreabre la boca, después la cierra y lanza un suspiro. Sólo se escucha en la semioscuridad el slurp ansioso de una boca; va y viene, viene y va. El hombre se estremece. Siente las largas uñas que se enrollan alrededor de su verga y cómo la mano sacude con rapidez y maestría. Después más slurp. Slurp.
         —¡Así, mamacita! Me encanta cómo me la mamas. Sigue, putita. Ni se te ocurra parar.
         Se escucha un gemido, una especie de respuesta de una boca que no puede articular palabras. No en este momento. La lengua recorre cuidadosa el camino de los testículos al glande. Va y viene, viene y va. Después sacude. La lengua alancea en secuencia ultrarrápida la enrojecida cabeza del miembro. Después vuelve a engullir, el pedazo de carne tiesa se pierde en una boca roja con huellas de labial dispersas en las comisuras de los labios. Él le agarra una teta. La soba. Su mano tiene que obedecer a su mente, tiene que resistir el impulso de apretar fuerte, de estrujar, de enterrar las uñas como si de garras se tratase.
         Ella se pone de pie. Él se empuja con las piernas hacia la cabecera de la cama. Mira atento el televisor por un minuto, después siente como ella se monta sobre su cuerpo, como se recuesta sobre su pecho mientras su verga penetra la vagina húmeda y ansiosa. Puede oler el perfume de su cuello, sentir cómo los cabellos de ella le hacen cosquillas en los agujeros de la nariz. Cómo sus dientes exploran el lóbulo de su oreja, cómo su lengua se aventura oído adentro. Los poros de su piel reaccionan, se dilatan, los pelos se erizan.
         Y entonces comienzan a moverse, rítmica, lentamente. Él puede sentir los vellos púbicos de ella frotar la base de su verga. Él arquea la espalda lo más que puede y con sus piernas dibuja un arco. Se mantiene arriba hasta que ella empuja sus manos contra el pecho de él y se incorpora. Y cabalga. Las nalgas chocan contra sus testículos. Abre los ojos, mira las tetas que se mueven al ritmo del balanceo. Se mete dos dedos en la boca y extiende la mano, toca uno de los pezones; están erectos, duros. Él frota con los dedos húmedos de saliva, aprieta con las puntas el pezón, después extiende la mano y abarca toda la superficie de la teta que se comprime contra los huesos de las costillas porque ella no se ha dejado de mover.
         —Yes, yes… more
         Su voz es clara, retumba en el techo del cuarto. De repente se agacha contra el cuerpo de él. Acerca las tetas a su rostro. Él pone sus manos en las nalgas sudorosas y tensas de ella. Comienza a chupar uno de los pezones. Ella deja de moverse por un momento, recarga más su peso contra el otro. Él mueve su lengua alrededor de la aureola, después besa, muerde, inclina la cara hacia un lado y chupa con fuerza el costado de su cuerpo. Ella lanza un grito-que es un gemido-que es un grito.
         —¿Te gusta, chiquita? Te encanta que te la meta, ¿verdad? Ándale, síguete moviendo.
         Levanta una mano y deja caer la palma sobre la blanca nalga. El ruido del golpe se impulsa sobre el sonido del televisor, sobre su propia, ensordecedora, respiración agitada. Ella se incorpora y se eleva hasta que la verga casi se sale, después se deja caer. Repite la operación hasta que siente que va a terminar. Él también se mueve; a pesar de sentir que sus pantorrillas pueden colapsar, empuja con fuerza hacia arriba, una y otra vez. De repente ella se detiene, tiembla mientras todo su cuerpo se crispa. Entierra las largas uñas en el pecho de él. Él sólo aprieta los dientes. Ella lanza un gritito-gemido; un hilo de saliva se le escurre, sin que intente detenerlo. Ella arque la espalda y se deja caer a un lado. Él se acomoda sobre la cama. En la pared se proyectan las sombras rojas y grises que el televisor no ha dejado de escupir.
         Ella está boca abajo, él la mira con codicia. Su mirada resbala de los cabellos revueltos al canalete que su columna dibuja a lo largo de toda la espalda. El trasero se yergue desafiante, como lanzando insultos juguetones. Él primero posa una mano, comienza a sobar. Ella responde presionando las nalgas contra la mano que la explora. Una de las manos de largas uñas se estira hasta la verga que continúa firme, fuera de sí. Ella comienza a acariciar suave, él pasa el dedo medio entre las nalgas y lo hunde total en la vagina que escurre transparencias por las piernas de ella. Ese dedo húmedo juega ahora en la tierra de nadie, en el espacio que media entre la vagina y el ano. El dedo dibuja círculos, elipses, infinitos.
         Entonces él se incorpora y baja de la cama. Ella apenas si se mueve, no voltea, sabe lo que sigue. Él le toma el cabello que nace en la base de la nuca, la jala hacia arriba. Ella apoya las rodillas en la cama, concede obediente, sigue las instrucciones. El culo apunta directo al rostro de él, ella comienza a moverlo hacia un lado y otro. Él lanza una risita, sabe que lo está provocando. Él se arrima sin penetrarla, deja que ella lo sienta.
         Fuck me hard… come on…
         La mano de ella dirige, acomoda, verifica que todo sea como tiene que ser. Él comienza a moverse. Se echa hacia atrás hasta que parece que va a salirse, ella estira su mano y aprieta una de las piernas de él. Entonces él vuelve a entrar. A poco incrementa el ritmo, gotas de sudor le escurren por el rostro, por el torso. Sus manos toman con firmeza la cadera de ella, la atrae hacia sí. Ella se deja hacer, gime sin pudor, los sonidos los enervan a los dos.
         —¿Quieres que te la meta? ¡Dime que la quieres!
         —Oh, yes… yes… come on, please…
         El impulso es enérgico, las nalgas rebotan contra el pubis de él. Una vez, dos, tres. Él se inclina, pone una mano sobre una de las tetas y un dedo a frotar el clítoris. Ella echa la cabeza para atrás, su pelo rueda por los lados del cuello. Ella intenta tocar el cuerpo del que la está traspasando. Pero al separar el brazo de la cama casi pierde el equilibrio. Él sigue empujando, frotando, apretando. Ella lanza un gemido y se desparrama en la cama, él no se puede mantener en pie y allá va, sobre ella.
         Quedan en pausa por unos segundos. Entonces ella se pone boca arriba, abre las piernas. Él se monta sin tardanza, toma los tobillos, los coloca sobre sus hombros y se la mete. Se mueve constante, ella lo anima con los gemidos que, conforme pasan los segundos, se van haciendo más fuertes. No hay palabras, sólo gemidos, ruidos sordos. El golpear de la cabecera de la cama contra la pared. Él acelera su ritmo, ella estira los brazos y empuja su pelvis contra él. No dura mucho.
         Él ha cerrado los ojos. El orgasmo viene de lejos, pero muy rápido. Pasa destrozando todo a su paso. Al final, el semen sale expulsado y se confunde con el resto del mundo. El hombre se tira cuan largo es en la cama. Las sábanas revueltas. Las almohadas húmedas de sudor. La linterna electrónica sigue proyectando sombras en la pared. De pronto, parece que el volumen del televisor ha subido sin previo aviso. Él estira la mano y alcanza un control remoto. Oprime un botón y el ruido cesa. Pero no la luz. Ésta sólo se congela. Como un reflejo mudo que rompe la oscuridad pero no la vence.
         Él lanza un suspiro largo, profundo. De un golpe se pone de pie y se dirige a la puerta que se dibuja al fondo de la habitación. Entra y enciende una luz. Se escucha el ruido de una regadera. El agua cae sobre los mosaicos. En un instante el cuerpo del hombre interrumpe la música acuática, y el sonido del agua estrellándose en el suelo desaparece. La puerta del baño gira sobre sus goznes y la luz inunda el cuarto. No hay nadie más en la habitación. Sólo una cama revuelta.
         En la pantalla del televisor se ve el rostro congelado de una mujer que recibe una descarga de semen en sus dientes blanquísimos. 
* Este cuento fue incluido en la antología Breve colección de relato porno (Shandy/ Tres Perros, 2011). 

jueves, mayo 03, 2012

La semana productiva

Hoy me enteré, por boca de mis estudiantes preparatorianos, que es vox populli entre los miembros de tan distinguida comunidad la existencia de un cosa denominada “la semana productiva”. Y es, literal, la semana en la cual los estudiantes intentan ponerse al corriente de todas las actividades académicas que no realizaron a lo largo del semestre. Parece una cuestión de broma, pero no lo es totalmente. De hecho es un rasgo que puede añadirse a todos los que le dan sentido a nuestra tan cacareada mexicanidad. Y esto porque esa noción, medio en broma medio en serio, puede aplicarse a la casi totalidad de las actividades desarrolladas en diversos estratos de la sociedad mexicana.
           La semana productiva para los congresistas, por ejemplo, son esas dos semanas hacia el final de año en la cual nuestros esforzados diputados se encierran a cal y lodo a sacar las leyes que urge aprobar para que parezca que el país avanza en su vocación republicana, multipartidista y harto democrática. Aparecen pues los mártires del desvelo aludiendo a la compasión pública para que puedan, como cualquier otro esforzado trabajador, dirigirse con las botellas de vino en su bolsita de La Europea a recibir el Año Nuevo en familia y con la tranquilidad del deber cumplido.
           La semana productiva previa a los procesos electorales se encuentra expresada en la celeridad con que son concluidas obras que han mantenido en jaque a las ciudades, poblaciones y carreteras del país. Obras públicas que parecían prolongarse hacia la eternidad, repentinamente son terminadas y puestas en funcionamiento para que a la población no le quede duda de que sus impuestos están trabajando. Aunque lo hagan con mayor celeridad solamente en periodos previos a elecciones.
           La semana productiva de los diversos becarios (académicos, creadores, “intercambiados”, a prueba) es el momento en el cual, después de once meses (o cinco, o veintitrés, que los plazos varían) de haber postergado las tareas por las cuales se les otorgó su beca, deciden concluir las tareas que cambiarán el rumbo de las artes, las ciencias, las relaciones internacionales, las clasificaciones académicas. O, simplemente, que les permita aparentar que el trabajo que realizaron es equivalente al estímulo que reciben a cambio.
           Porque, al final, la idea de una semana productiva tiene que ver con simulación. Con aparentar que el trabajo que se realiza de prisa, a medias, sin compromiso verdadero, equivale al que se realizaría con calma, en los tiempos acordados y con la calidad que su proceso de seguimiento requiere. Aparentar que se es un estudiante que merece la evaluación aprobatoria, un profesor que se ha ganado a pulso su aguinaldote y su año sabático, un diputadete que merece una nueva (cuarta, quinta) nominación a puesto de elección popular, un contratista que merece la adjudicación de una nueva obra, un académico que se merece estar en el SNI, o un maestrante con los merecimientos para aspirar a un doctorado (a veces con el mismo sueldo), y así…           También están los que conciben cada semana como semana productiva. Los menos. Los hay. Existen. Pero su tarea, de tan continua, suele pasar desapercibida. No son espectaculares porque su tarea es de hormiguita, de continuo. Son los que mantienen a flote el resto del año. Y de paso a una sociedad acostumbrada a la postergación, el cinismo y la improvisación.

miércoles, mayo 02, 2012

La pareja es cosa de uno

La pareja perfecta existe, sólo es cuestión de buscarla y elegirla con cuidado. No es cierto, bromeo. Aunque la pareja perfecta no existe, sí existe aquella persona con la que podrá llegar a acuerdos sin mayores contratiempos. Lo siento, bromeo nuevamente. Pero no ponga esa cara, que es muy probable que ya tenga en casa a la persona perfecta para usted y lo único que necesita es un poco de tolerancia y paciencia. Qué bueno que ya captó la dinámica de esto. Pero tampoco se ponga cómodo que esto no es cosa de risa. Ahora sí hablo en serio.
    Luis María Pescetti (Santa Fe, Argentina, 1958) es, con toda seguridad, uno de esos especímenes casi extintos en este planeta. Hombre renacentista que por igual se dedica a la locución que a la composición que al teatro que a la literatura que a la autoayuda. Epa, lo último como que no cuadra en nuestra noción cuadriculada de lo que los textos motivacionales y pseudopsicologistas nos han enseñado, a lo largo de las décadas, que son. Y, sin embargo, Pescetti ha escrito un libro de autoayuda que es una parodia que es un tratado que es una ficción que es un ensayo que es humor. Un humor fino. De ese al que hay que estar atento porque si no, al primer descuido, salta, muerde e infecta.
   Ámame eternamente, y vamos viendo es un texto híbrido que se aleja de la prescripción y se funda en la descripción densa. A lo largo de sus páginas acudimos a una descripción progresiva de la manera en cómo una pareja se convierte en ese ente horroroso que puede llegar a ser pero que, como todo buen Frankenstein, tiene un corazón que se derrite de ternura. Es este libro un tratamiento ligero de un tema por demás universal y manido: el amor. Y más que el amor, la manera en cómo los seres humanos persiguen, en Occidente, la realización de sus manías monógamas. Apunta, por ejemplo, el decálogo a seguir para la primera cita:
Las diez promesas del autocontrol
1.     Cuando conozca a alguien, primero le preguntaré el nombre y luego el teléfono, en ese orden.
2.    Si llamo y no hay nadie, dejaré pasar 15’ antes de volver a marcar.
3.    Si no la encuentro, no seré agresivo con la persona que me atienda.
4.    No bloquearé su línea con mis llamadas.
5.    Cuando la encuentre, hablaré sin gritar.
6.    Haré una cita para otro día, nada de: ¿Quéstáshaciendotecaigo!!!
7.    No haré más de cuatro llamadas diarias para confirmar si irá a la cita.
8.    El día de la cita me acercaré caminando y no corriendo, sin llegar muchas horas antes.
9.    Le sonreiré sin hilitos de baba.
10.    Tendré mis ojos con ambas pupilas dilatadas del mismo tamaño y pestañearé. (pp. 27-28)
El lector se encuentra pronto atrapado en esa vorágine de chistes, diálogos maritales, leyes y sentencias, falsos testimonios y demás elementos que el autor utiliza con tino y sin que el tono o la intensidad del texto decaigan. Es un libro que genera esquizofrenia: de sonrisas cómplices a sonrisas congeladas, de carcajadas impúdicas a silencios incómodos, de asentimientos inconsciente a los “ahora caigo”. Pensar, por ejemplo, en las señales de alarma de que algo no va a funcionar… pero no las pelamos:
Ley de Makovsky
•    Cuando ocurrió algún detalle preocupante, nosotros mirábamos para otro lado.
•    Cuando ocurrió algo preocupante y lo vimos, nuestro sentido común miraba para otro lado.

Ley de Abrahamson
Si las evidencias son preocupantes, destruya las evidencias.

Observación de Claudina
Nuestra mente tiene un delicadísimo sistema que filtra toda la información y nos advierte de un posible peligro, y otro delicadísimo sistema que filtra esa información y nos previene del peligro de advertir ciertos peligros.

Comentario de Spiller
Lo esencial es invisible a los ojos y lo evidente es invisible al sentido común.

Agregado de Lucía al comentario de Spiller
El sentido común es impermeable.

Consideraciones de Usandivaras sobre la detección de problemas
Para detectar un problema a tiempo hay que tener presentes dos cosas esenciales:
•    La primera es que las cosas graves se presentan bajo la apariencia de detalles.
•    La segunda es que los detalles pasan inadvertidos.

Octava ley de Ferro
Autohipnosis le gana a pérdida. (p. 67)

El mensaje del libro es claro: no hay una fórmula infalible para sortear esa cosa rara que es el amor, sobre todo si se combina con esa otra cosa más rara todavía que es la naturaleza humana. Todo se trata de una cuestión de mantenimiento constante, de voluntad, de destierro de la pereza, de autoestima, de comprensión del otro, de cuentas transparentes. Todo esto último, claro, es una broma.
Fórmula de Guelar
La felicidad de una pareja está hecha de un 20% de comprensión, de un 40% de amor, de un 25% de amistad y tolerancia, de un 30% de atracción, de un 16% de buena suerte, de un 50% de diálogo y de un 20% de voluntad de ayudar al otro. (p. 144)

Luis Pescetti, Ámame eternamente, y vamos viendo. La pareja contada para principiantes, México, Grijalbo, 2009.

martes, mayo 01, 2012

Yo soy el abandonado

Comencé a ver Bored to Death, una serie que parte de una premisa interesante: un escritor que es incapaz de demostrar sus sentimientos es abandonado por su novia. Las razones que ella le da es que bebe mucho (aunque la versión de él es que sólo vino blanco, cuestión que no debería considerarse un vicio)  y pasa mucho tiempo de su vida drogado (cosa que él no puede negar, es un pacheco consumado). De ahí la serie se desliza por las estratagemas que el protagonista, un alter ego del creador de la serie (Jonathan Ames) que incluso se llama igual, realiza para recuperar a su novia, o al menos para sufrir menos por su partida. Coloca un anuncio en Craiglist, una especie de enorme Sección Amarilla, y anuncia sus servicios como detective privado (sin licencia). Y de ahí surge una variopinta serie de clientes (muchas mujeres) que ponen a pensar al escritor/detective con bloqueo que pretende que su segunda novela sea una reinterpretación del Kama Sutra, aunque él no ha logrado pasar de la segunda posición (esto es, del segundo capítulo). Acompañan a Jonathan sus dos amigos, Ray y Christopher; el primero, un dibujante de cómics que busca por todos los medios sacar a flote su relación con su novia (una madre soltera con dos hijos) y, el otro, un mujeriego editor de una revista con una propensión a aburrirse mortalmente.
    El tema de la serie es la dificultad de comprender la dinámica de las relaciones amorosas en la contemporaneidad y la manera en cómo esto se complica para outsiders como un escritor cerrado sobre su propio mundo, un artista visual con un complejo de abandono más que evidente y un hombre incapaz de tener una sola relación estable. Variadas caras de una misma moneda: el abandono o el temor de que ese momento ocurra. Los personajes principales muestran facetas variables del mismo fenómeno: uno es abandonado efectivamente por la persona a la que ama, otro se encuentra constantemente en el límite de esa situación y el último niega su existencia abandonando continuamente a sus parejas o negándose a tener alguna.

¿De dónde viene ese miedo a sentirse, repentinamente, solo? ¿Tendrá que ver con una sociedad que se ha criado al amparo de la guardería y la costumbre de la ausencia de los dos padres? Nos aterroriza la soledad. Y muchos, cuando estamos acompañados, nos convertimos en un argumento a favor de ésta. Se reclama constantemente “el espacio propio” y, al mismo tiempo, cuando éste se vuelve norma, se añora la presencia del otro. Así sea sólo para reclamarle que nunca nos deja solos, que nos asfixia, que no nos deja respirar.
    Esto último remite, nuevamente, a la imagen del niño de guardería. Aquel que reclama la presencia de los padres y que, cuando ésta es constante, arma berrinches seriales que ocasionan el hecho de que los padres añoren de manera antinatural el trabajo. En las relaciones amorosas esa dinámica de abandono-añoranza-rechazo-y-vuelta-a-empezar parece remitir a la necesidad de encontrar atención en donde se ha perdido. Y, una vez obtenida, volver a perderla para poder extrañarla. El placer de la recuperación del que se ha ido parece normar nuestra existencia. De manera continua perdemos cosas que añoramos y que nos causan placer volver a encontrar. El sexo de reconciliación sería el símbolo vulgar de tal proceso.
    A veces, también, nosotros mismos nos perdemos en el camino. Añoramos aquel que fuimos. Intentamos recuperarnos. Esa idea de que el enfermo, por ejemplo, no es el mismo: “Se está recuperando”, diagnostican los amigos o los padres. ¿Cuántas veces nos es dado recuperarnos después de habernos extraviado en el camino? ¿Alguna vez nos extraviamos sin remedio?
    Es una historia de nunca acabar.