miércoles, diciembre 29, 2010

Los diez libros que más disfruté este año (en orden mnemotécnico, o sea, como me vinieron a la memoria)


Eros: la superproducción de los afectos de Eloy Fernández Porta
Un ensayo más que disfrutable y absolutamente contemporáneo. Fernández Porta teje un entramado de interpretación cultural en el cual caben todos los referentes posibles, tantos los de la alta cultura como los de la denominada cultura pop. Ensayo en el más abierto y experimental de los sentidos: se incluye la revisión histórica, tanto como la ironía casi agresiva, así como la prospectiva informada. En sus páginas se encuentran referencias a fenómenos culturales como Family Guy, Dr. House, Lady Gaga, Los planetas y demás parafernalia mediática. Todo para argumentar alrededor de una idea inquietante: el amor es hoy, más que nunca, una cuestión que juega en la bolsa de valores y tiene, más que nunca, la posibilidad de ser tasado de manera casi exacta en valores monetarios corrientes.


Historia escrita y La Habana en un espejo de Alma Guillermoprieto
Este año descubrí de manera agradable a una escritora/periodista cuyas reflexiones en torno a la historia latinoamericana y sus personajes resulta por demás interesante. Con un pie firme en la propia experiencia vital, Guillermoprieto consigue construir collages más que efectivos a partir de sus crónicas escritas para medios internacionales y que, al ser publicados como libros, adquieren una consistencia que refiere a un proyecto de reflexión consciente y meditado. Por sus páginas se pasean ufanos personajes/personas/mitos que aparecen en una dimensión tan cercana que se antoja el tocar eventos que han sido contados de diversas maneras, pero a los que la autora consigue un tanto desvelar de su dimensión mítica: el Che, Eva Perón (o su cadáver), el subcomandante Marcos, Fidel Castro y una crónica más que interesante sobre Mario Vargas Llosa en sus épocas electorales, con todo y el “asquito” que le daba tener contacto con los peruanos más jodidos.


Gel azul y El estruendo del silencio de Bernardo Fernández “Bef”
Tiempo de alacranes me volvió fan absoluto de Bef, su volumen de cuentos El llanto de los niños muertos me dio más claves acerca de porqué me agrada tanto su narrativa. Una de las razones es su capacidad para no “huir” de los referentes inmediatos de su realidad. Es decir, Bef escribe ciencia ficción (en muchas de sus variantes: ucronías, ciberpunk, et al.) sin tener que recurrir a mundos exóticos o ciudades europeas. Sus historias ocurren en México. Un México transformado por el paso imaginario del tiempo, pero que refleja el sentimiento de época del México que habitamos cotidianamente. Así, ladrones de miembros amputados en un futuro en donde la vida virtual es más atractiva que la vida “real”, se combinan con una élite de empresarios japoneses que han dominado el mundo (o el capital, que es casi lo mismo), pero cuyo máximo líder tiene como segundo nombre Cuauhtémoc. Desde el género que domina con suficiencia y desde la trinchera que ha decidido ocupar en el medio literario mexicano, Bef es, creo yo, uno de los autores más transgresores y cuyas obras tienen más profundidad que sus tramas avasalladoras y eficientes.


El último lector de Ricardo Piglia
Un conjunto de ensayos de uno de los autores que ha alcanzado, con justicia total, uno de los lugares privilegiados dentro del canon de la literatura latinoamericana. Tal vez suene sacrílego o ignorante, pero la parte que más me llama la atención de Piglia no es la que tiene que ver con su vena narrativa, sino con su escritura ensayística y de crítica literaria. Y es así como este libro con un título tan sugerente (como casi todos los libros de Piglia nótese el buen tino de los títulos: Plata quemada, Blanco nocturno, Respiración artificial, en fin) desarrolla profundas reflexiones acerca de la lectura y de los caminos que se siguen en torno y hacia ésta. Desde la idea del lector desde la literatura hasta el diario de lectura del Che, Piglia logra crear una narrativa similar a la de algunas de sus obras de ficción, anclada en las citas pero que en la configuración ensayística se vuelven otro(s) texto(s).


Ensayo sobre el subdesarrollo: América Latina, 200 años después de Augusto Zamora Rodríguez
En el año del Bicentenario de la independencia política de varios de los países de América Latina era necesario hacer un alto en el camino y revisar un poco los saldos que la historia fue tejiendo a lo largo de dos siglos en nuestras naciones (o intentos de nación/o territorios geopolíticos). Augusto Zamora logra tejer con un pulso inmejorable, reflexiones que trascienden la memorística o la cronología. Usa la historia para afincar los puntos de debate que atañen a los países latinoamericanos actuales. Temas como la migración especializada, el rezago científico, las diferencias orgánicas entre establishment y oligarquías, las cicatrices que los modelos económicos subsecuentes han dejado en nuestros países, los mecanismos del narcotráfico, el tema de los caudillos, la ausencia de justicia y equidad, son temas que, a la luz de cifras, referencias y documentos de consulta citados de manera inmejorable, nos dan una imagen panorámica de lo que se ha conseguido en América Latina en estos doscientos años y, más importante aún, de lo que no se ha conseguido.


A.B.U.R.T.O. de Heriberto Yépez
Editada en 2005, esta obra de ficción biográfica abusiva y esperpéntica refleja muchas de las características de la prosa de Yépez: conocimiento de cuestiones psicológicas, posibilidad de proyección de éstas a dimensiones colectivas, reflexión profunda y alebrestada de la realidad nacional, tejido fino sobre las relaciones entre política-economía-psique-folclor-identidad. Ubicada sobre/alrededor/dentro de la figura de Mario Aburto (el asesino solitario convicto por la muerte pública de Luis Donaldo Colosio, el candidato del partido oficial en 1994), Yépez teje una narración en la cual los elementos que la componen se confunden en su naturaleza: crónica de los hechos ocurridos en Lomas Taurinas, apuntes biográficos del “maquiloco” magnicida, psicoanálisis del mexicano y radiografía satírica de la dinastía priísta de la década de los noventas. El texto es provocador en más de un sentido y es una de las razones por las cuales su autor tiende a dividir opiniones entre sus lectores (he aquí algo importante: es un autor que ha construido un grupo consistente de lectores fieles, incluso aquellos que lo leen sólo para descalificar sus arrebatos hiperbólicos). Me agrada la provocación, aunque no esté de acuerdo en muchos de los puntos planteados, porque, a fin de cuentas, como menciona René Char en A la salud de la serpiente: “Lo que viene al mundo para no trastornar nada, no merece ni consideración ni paciencia”.


Santa Evita de Tomás Eloy Martínez
La muerte de este periodista y escritor argentino en el presente año me llevó a leer nuevamente esta obra que tiene por igual sus entusiastas y sus detractores. Debo decir que esta vez pude aquilatar un poco más las intenciones y las posibilidades narrativas que el máximo símbolo del peronismo despierta (incluso actualmente, basta mirar las galerías fotográficas en el sepelio de Kirchner), y la manera en que el argentino logró decantarlas. Paseo entre construcción autobiográfica, fabulación artificiosa y trama eficiente, la novela consigue generar el efecto que su título anuncia: la presencia total e inquietante del personaje caudillesco de Eva Perón, ya sea viva como muerta. Porque la historia, sí, como advierte el autor en las primeras páginas, es la historia del cadáver de Evita, pero es también la reconstrucción política (incluso más política que literaria) de la vida de la santa de los descamisados. Mucha de la actitud de los latinoamericanos frente a la historia se refleja de manera inmejorable en esta obra. Tanta eficacia es patente en los elogios de contraportada, tanto de García Márquez como de Vargas Llosa. Escalofriante.


Viento rojo. Diez historias del narco en México de varios autores
Este libro, si bien fue editado en 2004, resulta de una actualidad que no se puede negar en el año más sangriento en lo que se refiere a asesinatos y muertes relacionadas con el narcotráfico. Dos cosas se hacen evidentes en el compendio de textos de autores tan diversos como Carlos Monsiváis, Élmer Mendoza, Jesús Blancornelas o Mónica Lavín, entre otros: por un lado, que la visión y el oficio periodístico, hasta el momento, cuenta con mayores herramientas y eficacia para construir la épica (entiéndase como crónica casi-heroica) del narco que la propia literatura. Es éste una obra en donde los periodistas se lucen con textos claros, directos y llenos de referencias hoy cotidianas, frente a ficciones que se aprecian forzadas, inverosímiles y, en algunos casos, casi como argumentos de video-home ochentero. Si uno quiere entender un poco de dónde viene lo que nos ocurre actualmente, este texto es un buen inicio.

miércoles, diciembre 08, 2010

¡Cómo no te voy a querer! (Mi vida contada en varias goyas cachuneras)


En los 100 años de la Universidad Nacional

Debo comenzar este texto con un absoluto: sin la Universidad Nacional mi vida no sería la misma. O no sería, si de ponernos absolutos se trata. Debo a la UNAM lo que soy como ciudadano, como estudiante, como escritor, como periodista, como maestro, como cinéfilo, como melómano, como lector, como investigador, como ser humano.
          Los últimos 17 años de mi vida están ligados de manera indisoluble a la UNAM. De hecho, al momento de escribir esto, me doy cuenta de que lo que parecía una crónica, y sólo eso, en realidad no lo es. Recordar es un trabajo arduo y un volver a andar el recorrido. Y las plantas de mis pies saben tanto el mapa de la Ciudad Universitaria que, incluso hoy, cuando paseo por sus senderos, puedo dejar que mis pies vaguen solos: tienen la memoria de la experiencia y de la costumbre. Me cuesta decidir por dónde comenzar a contar mi historia con la universidad. Y es que no basta la cronología para ordenar la cantidad de recuerdos, ideas, imágenes, sensaciones y sentimientos que me abarcan al pensar en mi alma máter. Porque más que nada y en el sentido más clásico del término, la UNAM es mi madre nutricia y generosa, la que alimentó el espíritu hambriento de un adolescente-casi-infante hasta dimensiones que no podía, ni siquiera, sospechar. En búsqueda, entonces, intentemos ir al origen, al principio de todo esto.

EN EL PRINCIPIO FUE EL VERBO
En 1987, durante las dos primeras semanas de julio, la SEP organizaba (y creo que sigue organizando) unas jornadas que en aquél entonces se llamaban, de manera genérica, "Viaje cultural", en donde se reunía a los estudiantes más destacados que egresaban de la educación primaria. El premio mayor consistía en una reunión con el presidente de la república. Tocar al poder en persona, en vivo y a todo color. Recuerdo la emoción de la mayoría de los niños que estábamos ahí al ver entrar por algún salón de la residencia oficial de Los Pinos al presidente Miguel de la Madrid (emoción hoy cuestionada y que genera, incluso, un sonrojo involuntario).
          A la distancia, hoy puedo asegurar que ése no fue mi mayor regalo de aquel verano. Al finalizar las jornadas, los funcionarios de la SEP repartieron entre las literas de la Universidad del Ejército y la Fuerza Aérea en Popotla (que fue donde nos alojaron) cuatro libros que eran el regalo último del gobierno por la dedicación mostrada. Dos libros eran una enciclopedia de conocimientos para niños editada por la Fundación Cultural Banamex. Los otros eran dos enormes libros rojos que tenían en su portada un grabado que simbolizaba a la Medusa griega y sobre éste el título: Lecturas clásicas para niños.
          Era una de las obras que se habían realizado durante el paso de José Vasconcelos por la Secretaría de Educación Pública. El original se había publicado en 1924, a nosotros nos daban un facsimilar impreso en 1984. En realidad, esos dos volúmenes fueron mi ingreso al mundo más allá de mi tierra natal. No quiero hacer menos a mis maestros de enseñanza primaria y secundaria, pero sí puedo decir que mucha de la educación que obtuve en esos años fue gracias a estos libros y a la biblioteca pública del municipio, que fue otro descubrimiento espectacular.
          ¿Qué tiene que ver esta anécdota con la Universidad Nacional? Dos cosas: la primera, que la contraportada de ese libro tenía el escudo de la Universidad Nacional pero que en lugar del nombre de ésta, aludía a la Secretaría de Educación. Luego me enteré que Vasconcelos había diseñado ese escudo y el lema que lo acompañaba. Después también comprendí que había planteado el sueño de llevar libros a todos los latinoamericanos como algo irrealizable en 1923, pero que la UNAM había conseguido llevar a cabo parte de ese sueño, que Vasconcelos describía en el tercer párrafo del "Prólogo" del libro mencionado:
Si los gobiernos de nuestros pueblos castizos tuvieran siquiera una noción de los deberes que impone el destino de una raza, si los gobernantes pudieran ver un metro más allá del ruin interés personal y de la corta preocupación del momento; si su patriotismo fuera de verdad un sentimiento elevado de decoro y de amor común, ya hace mucho tiempo que nuestras repúblicas se habrían puesto de acuerdo para establecer una casa editorial enorme, que diera a los noventa millones de hombres de habla española, todos los libros de que hoy carecen, escritos en su lengua y vendidos a mínimo precio. Urge fundar ya que no un gobierno común, por lo menos un Consejo educativo cultural, que dirija el pensamiento y el desarrollo espiritual de este pueblo.
Es casi seguro que en aquellos años, yo no haya entendido el significado profundo de esta reflexión, y es muy probable que al toparme con ésta, quizá hasta la haya eludido. Pero lo entendí después. En mi casa no había libros. Sólo los libros de texto que se utilizaban en la escuela. Ahora creo que la misión de ese Consejo Educativo Cultural al que aludía Vasconcelos fue realizada en gran parte por la UNAM. En mi caso, al menos, así fue.

BATALLA ENTRE LOS NÚMEROS Y LAS LETRAS
El destino probable que me esperaba en mi tierra natal, un pueblo en la Sierra Norte de Puebla, hubiera sido fácil de predecir por las pocas opciones a considerar: con algo de suerte, maestro de comunidad rural o integrante de la burocracia local; con nada de suerte, el cultivo de la tierra, el ingreso a la maquila o la migración en busca de empleo a los Estados Unidos. Es lo que, incluso hoy, se sigue viendo y se sigue viviendo en ese sitio. Yo tenía otra ilusión: ingresar a la Universidad Nacional. Parecía una cuestión complicada, sobre todo si tomamos en cuenta que provenía de una familia de lazos emocionales bastante fuertes. Que la separación del primogénito, en condiciones de incertidumbre total, hacia una ciudad que parecía más una amenaza que una realidad, era algo para lo que no se habían preparado.
          Aún recuerdo el llanto silencioso y doloroso de mi padre cuando transitábamos por las carreteras de Tlaxcala a bordo de un camión de pasajeros de segunda. Había aprobado el examen de selección para ingresar a la Ingeniería en Telecomunicaciones en la UNAM. Era el 2 de agosto de 1993. Esa fecha marca mi ingreso a esta historia. Es mi real fecha de ingreso a la Universidad. Ese día me di cuenta que no había vuelta atrás. Que lo que hacía, iba a modificar de manera irremediable mi historia de vida. Cuando bajé del camión en la central de autobuses de la ciudad de México, era otro distinto al que había subido.
          Me hospedé en casa de una hermana de mi madre, al menos mientras conseguía un empleo y la manera de poder conjugar la escuela y la necesidad de mantener mis gastos. Me desempeñé durante algún tiempo como ayudante de un taller de tapicería justo atrás de la Preparatoria número 1 de la Universidad Nacional. Siempre, como una sombra, la universidad me acompañaría.
          Los cursos en la Facultad de Ingeniería eran duros, nada que ver con la matemática básica y casi intuitiva que me habían enseñado mis maestros del nivel preparatorio. Avanzaba lento, me costaba aprobar los cursos. Recuerdo que sólo tuve un gusto enorme y una emoción intensa en un materia: "Taller de expresión oral", o algo por el estilo. Después de un semestre, me di cuenta que mi vocación era otra, que mi selección había sido errada. De poco a poco comencé a quitarle tiempo a la resolución de problemas matemáticos y configuración de supuestos abstractos para hundirme en la lectura de libros de literatura y periodismo que sacaba de la Biblioteca Central: un faro que alumbró con luz intensa mi decisión de cambiar de carrera.
          Tuve que volver a presentar el examen de admisión, esta vez para la carrera de Ciencias de la Comunicación, al otro lado de la Ciudad Universitaria. Conseguí aprobar el examen nuevamente y cambiar los números por las palabras.

HOMO CULTURALIS HAMBRIENTO
Acudí a pocas clases del segundo semestre de ingeniería. No me sentía cómodo yendo a clases a sabiendas de que no concluiría los cursos, o de que las calificaciones que obtuviera, a esas alturas, eran irrelevantes. Fue así como comencé a utilizar mi tiempo en otras actividades. Descubrí la oferta cultural que la Universidad ofrecía para un provinciano hambriento de conocer expresiones distintas a las que había experimentado hasta entonces.
          Comencé a asistir a los cineclubes que providencialmente florecían a lo largo y ancho del campus. Descubrí el Centro Cultural Universitario, donde me enfrenté a cosas que siempre había pensado lejanas o inaccesibles: películas en idiomas desconocidos, obras de teatro verdaderas (y no los ejercicios de aficionados que había experimentado en la preparatoria), conciertos de música de cámara de primer nivel y libros, muchos libros. Recuerdo sobre todo un puesto de libros usados, de saldo y de oportunidad que se ubicaba en el exterior de las salas de cine. Lo recuerdo porque ahí tenía crédito y porque el administrador de esa librería es hasta el día de hoy un amigo cuyo único lazo es, precisamente, el que tendieron entre nosotros los libros.
          Puedo asegurar sin sonrojo que una de las épocas más enriquecedoras de mi vida fueron esos seis meses que me dediqué a vagar por la universidad en espera de entrar a mi nueva carrera. Los salones en penumbra, en contraste con los escenarios iluminados, generaron en mí la sensación de acudir a una revelación de algo apenas sospechado. Ahora que intento recordar esos momentos, acude a mi mente la imagen borrosa de unos ojos hurgando entre la semioscuridad lo que ocurría en la pantalla, en el escenario, en la orquesta. Hoy soy consciente que en estos recuerdos el protagonista soy yo. Debutante eterno que observa desde la oscuridad.

LOS AÑOS QUE VIVIMOS EN PELIGRO
Ingresé a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales en agosto de 1994. Para los que no alcancen a vislumbrar la importancia de la fecha, sólo diré que, después de observar diversas expresiones creativas y de pláticas interminables, pareciera que ese año es el que marcó a mi generación. Los que nacimos en los setentas y que coincidimos en la UNAM en los 90's.
          En enero de ese año, un grupo de indígenas del sureste del país se había levantado en armas para cuestionar lo que el gobierno en turno llamaba "la entrada al Primer Mundo". En marzo del mismo año, el candidato del partido en el gobierno es asesinado en un acto público. Menos de un mes después, un gringo proveniente de la marginalidad del sueño americano y que había generado una serie de marcas de comportamiento y de aspecto que podían ser emulados por casi cualquier habitante del mundo, Kurt Cobain, se pegaba un escopetazo en pleno delirio de drogas, de rock y de desilusión. Todo eso generaba diversos estados de ánimo combinados o autónomos en la facultad a la que ingresaba: de la indignación al idealismo, de la depresión a la toma de conciencia, del activismo a la observación atenta. Todo se conjugaba y convivía, no había espacios para la indiferencia.
          Estudiar Comunicación en ese ambiente era una de las cosas más estimulantes que podían existir. Vagar entre compañeros que utilizando un altavoz pedían apoyo para enviar a una delegación de estudiantes a la Convención Nacional Democrática en medio de la selva; entre experimentos de radio comunitaria que exponían la expresión de los grupos que conformaron la época de oro del rock latinoamericano consciente de su propia identidad; entre playeras con la imagen del subcomandante Marcos, panfletos que invitaban a la rebelión total, talleres funcionando al aire libre, puestos de libros de segunda mano; entre delegaciones de trabajadores liquidados del sistema de transporte público más importante que ha tenido la ciudad de México presentando sus versiones.
          La universidad me hizo tomar conciencia de mi naturaleza de animal político. De que uno y las acciones que realiza condicionan la manera en que se comprende al mundo y en cómo el mundo se amolda a nuestra propia comprensión. Entre textos políticos, históricos, de metodología; mesas redondas, conferencias, coloquios, festivales; pláticas con profesores y compañeros.
          La experiencia de estudiar en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales en esa época de efervescencia social e intelectual es algo que no se puede olvidar fácilmente. Es algo que pertenece no sólo a la historia personal de los que vivimos de manera cotidiana esa época, sino, también, de la manera en cómo la Universidad se reveló en puente de diálogo, comprensión y solidaridad con la realidad nacional. En cómo era espacio con la posibilidad de ejercer la crítica para generar sentido. La universidad me permitió concebir el sueño de pensar de manera distinta a la mayoría, y tener elementos para defender mi opinión divergente.

CANCERBERO DE LIBROS
Trabajé durante diez años como vigilante del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, lugar que alberga la Biblioteca y Hemeroteca Nacionales. Fue una coincidencia afortunada. En este país no se puede pensar en una biblioteca más grande (y no hablo en términos de tamaño, aunque también) como la Biblioteca Nacional. En ese entonces también albergaba el entonces Centro de Estudios sobre la Universidad.
          Es una experiencia distinta ser un estudiante a ser un trabajador de la universidad. Se es parte de la comunidad, pero la responsabilidad es distinta. En ese sitio me tocó observar la manera en la cual los esfuerzos humanos e intelectuales se conjuntan para conseguir ese hermoso ser vibrante que es la institución. Sus trabajadores, tanto los administrativos como los académicos, rara vez pueden disimular el orgullo que da portar la responsabilidad de ser parte del personal universitario.
          La convivencia es cercana y generalmente se reconoce que sin la participación de todos los trabajadores es imposible que la universidad funcione. A pesar de que algunas actividades parezcan superfluas o innecesarias, a la larga se llega a valorar la importancia que tienen para que todos los objetivos de la universidad se cumplan. Personal de intendencia, vigilantes, bibliotecarios, jefes de servicio, técnicos, becarios, secretarias, contadores, investigadores, autoridades.
          Para mí resultó una ventaja poder, al mismo tiempo, estudiar y trabajar en la Universidad. Cuando terminaba mi jornada en el Centro Cultural, me dirigía caminando hasta la Facultad y siempre fue una experiencia que juzgué invaluable. Por eso decidí hacer mi servicio social en la Universidad. Durante seis meses di clases de Ciencias Sociales y Español a los trabajadores administrativos del CCH Sur que buscaban concluir con su educación secundaria. Tengo un recuerdo muy lindo de esa experiencia. Me tocó atestiguar la certificación de dos estudiantes que ya eran madres (abuela, una) y convencerme de que ellas sabían que eso no lo hubieran conseguido más que trabajando para la universidad.
          Cuando terminé el servicio social, concluí los cursos. Pero comenzaba otro hecho que refería a reflexiones de otro tipo: la huelga de 1999.

CONCILIAR, COMPRENDER, CONVIVIR
El 20 de abril de 1999 comenzó la huelga estudiantil en la UNAM. En ese momento yo tenía casi concluida mi tesis de licenciatura y estaba en los trámites para solicitar fecha para sustentar la defensa oral del mismo. La huelga interrumpió ese proceso administrativo, pero abrió un nuevo proceso de reflexión. Los principios que defendía la huelga eran justos, lo que comenzó a fragmentar el consenso general fueron los métodos utilizados para conseguir los fines que la Asamblea Estudiantil primero y después el Consejo General de Huelga planteaban como el camino.
          Estuve en algunas guardias de brigadas que buscaban proteger los recintos del Centro Cultural Universitario (¿dónde más?), las brigadas eran de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, principalmente. Es probable que hoy, a diez años de los hechos, no se pueda establecer con total objetividad lo que ocurrió en este proceso. Durante algún tiempo, en busca de hallar una solución al conflicto que se había planteado, acudí a las asambleas de Políticas y también a las plenarias del auditorio Justo Sierra-Ché Guevara. Lo que pude percibir fue una radicalización que sintonizaba con los tiempos que corrían y, también, con el resto de la sociedad mexicana.
          La discusión no era sobre los fines, sino sobre los métodos. Los acuerdos no podían consolidarse debido al endurecimiento y a la paradójica ausencia de democracia al interior de los debates. Cuando comenzaron las clases y las actividades "extramuros", se me ofreció presentar mi examen profesional en las instalaciones que la universidad tenía en la colonia Del Valle, en las oficinas de Extensión Académica de mi facultad. Me negué, algo de lo que nunca me he arrepentido. Yo quería titularme en la universidad, en mi facultad y en las mejores condiciones. Participé como voluntario en el plebiscito del 20 de enero de 2000, como una alternativa para salir del callejón que se había ido estrechando de manera cada vez más evidente, con sentimientos encontrados acerca del destino que tendría el proceso.
          Después del desalojo de las instalaciones y ante el arresto de muchos compañeros universitarios, acudí a la marcha en la que se pedía la liberación de éstos y el retiro de la policía de la universidad. La huelga tuvo consecuencias no sólo en términos institucionales, sino también a nivel personal. Amigos o familiares que se sintieron traicionados o cuya lealtad fue cuestionada y juzgada. Las heridas de ese movimiento aún no cierran, en la memoria reciente de la universidad constituye un momento de animosidad y falta de consenso con respecto de los alcances institucionales y de participación social que la universidad, como un organismo dinámico y diverso, debería de tener.
          Puedo decir que el colofón a esta etapa lo constituye la presentación de mi examen profesional el 11 de julio de 2000. Mis padres, hermanos y amigos más cercanos acudieron a la sala Fernando Benítez, donde me convertí en el primer integrante de mi familia extendida en conseguir un título universitario. Y no era cualquier título.

EL OTRO-NUEVO MUNDO
Pensar en qué (quiénes) somos es un proceso que inicia la reflexión acerca de la identidad. La identidad personal que toca también lo colectivo. Esa búsqueda del ser me llevó a buscar nortes para explicarlo. Ingresé en 2001 al Posgrado en Estudios Latinoamericanos. Durante dos años conocí formas de concebir el mundo que convergían en ese espacio que la UNAM había construido para reflexionar sobre la naturaleza del ser de América Latina.
          En ese lugar fue mi primer contacto no turístico con personas que venían de otras realidades, de otros mundos. Extranjeros que acudían a la UNAM por lo que ésta significaba en el contexto latinoamericano. Que referían con asombro la generosidad de la institución con ellos y, en general, con la construcción del conocimiento en nuestra región. Fue la primera vez que comencé a reconocerme mirándome en los otros y, al mismo tiempo, tomando conciencia de lo que había en mí que también estaba en los otros.
          Terminé los cursos de la maestría en 2002, pero tendrían que pasar seis años para que obtuviera el grado. Lo que pasó en medio fue la vida: necesidades urgentes de conseguir el sustento, de buscar nuevos caminos, de explorar ambientes distintos. En esos seis años mi vida se transformó de manera radical, comencé a dar clases en una universidad en donde se reconoció mi capacidad por el hecho de ser egresado de la universidad más importante de América Latina. Daba clases en una universidad privada en la que se gestaron varios de los líderes económicos y políticos del país. En donde la tarea, como egresado de una universidad pública, es buscar la manera de que la experiencia de vida de los estudiantes de esa universidad no se cierre en un universo exclusivo, finito y falso construido por su contexto inmediato. Ahí me encontré a Otros, que a veces no tenían idea del país que habitaban o de las condiciones de su gente.
          En esos seis años tomé la decisión, también, de dejar mi trabajo en la universidad. Otros proyectos me llamaron y por su naturaleza me arriesgué a asumirlos. Un proyecto educativo que buscaba dar educación de calidad a sectores de la sociedad urbana que históricamente habían sido desplazados de esa posibilidad. Un trabajo duro, idealista, utópico y no pocas veces lleno de inconvenientes y desilusiones. Pero donde la experiencia y la formación que la universidad forjó en mí, permitió que persistiera y tratara de conseguir, con otros recursos, por otros caminos, algo de lo que la UNAM había conseguido conmigo. Lo disfruto. Intento con mis estudiantes allanar un poco el camino que yo descubrí un tanto desde el azar y el autodidactismo.
          Del posgrado de la UNAM conservo el conocimiento (mucho más del que podría pensar, y esa sensación de asombro es algo renovado de manera infinita por las posibilidades que la universidad crea) y cómplices en nuevos proyectos. Una revista independiente que, dentro de su autonomía, no puede negar el origen que la UNAM le dio y la resonancia que puede tener en sus muros en personas a las que esas ideas les resultarán conocidas porque invitan a la discusión y a la crítica. A la búsqueda de la comprensión densa del mundo que nos ha tocado habitar.

PIENSO, LUEGO ESCRIBO, LUEGO EXISTO
En la UNAM fue el primer lugar donde me sentí escritor. Escritor de a de veras. Es decir, con textos publicados y el aval que la universidad ofrece. En enero de 1998, la revista Los Universitarios publicó uno de mis cuentos. No hay palabras que puedan expresar lo que sentí. El sobresalto de reconocerse, no en una fotografía o un nombre, sino en un texto. Esa publicación me animó a seguir escribiendo y a seguir buscando que la universidad mostrara lo que yo tenía que decir.
          Lo que siguió fue el Concurso 33 de la revista Punto de partida. Yo sabía desde mucho antes la importancia de la publicación. Tenía conocimiento de los escritores que habían obtenido alguno de los premios. Gente a la que leía y admiraba. Concursé en dos ocasiones sin resultados memorables. Pero en el concurso 33, la vida me deparó una sorpresa tremenda: de cuatro géneros en los que había concursado, obtuve dos premios y una mención. Es uno de los triunfos más grandes que he obtenido en mi vida y algo que no dejaré de presumir nunca.
          La UNAM me hizo escritor y no hay nada más que decir.

EN EL INTENTO DE HACER HABLAR AL ESPÍRITU
No puedo hablar de mí sin hablar de la universidad. Mi biografía está ligada a la universidad. No me puedo pensar de otra forma más que como un ser humano que tuvo la enorme fortuna y responsabilidad de formar parte de la comunidad universitaria.
          No sé qué tanto de ensayo tenga este texto. Pero no se me ocurrió otra forma de expresar lo que la UNAM significa en mi vida más que contando mi vida, una vida chiquita que tiene como uno de sus escenarios principales a la universidad. Tampoco sé si sea de cierto un ex-alumno. No me siento así; tal vez administrativamente lo sea, pero mi espíritu nunca han abandonado lo que la UNAM representa.
          Porque la UNAM es más que sus aulas, es todo lo que la rodea y la constituye: su gente, sus bibliotecas, su estación de radio, su canal de televisión, la cantidad enorme de publicaciones, la opinión de sus egresados, el debate de sus estudiantes, el espacio privilegiado de la vocación crítica del conocimiento y de la voluntad de comprensión de esta sociedad cada vez más compleja y diversificada. Seré un estudiante vitalicio de la universidad. Porque todavía me sigue enseñando maneras de aprehender el mundo. El mundo que me reveló y que no tiene nada que ver con el del muchacho de 17 años que llegó a una ciudad desconocida a ocupar su lugar en el mundo. Es decir, a estudiar en la universidad.
          Soy un convencido, junto con Vasconcelos, de que la educación es el camino, el método y el destino. La igualdad, la democracia y la libertad se construyen desde el conocimiento. La equidad no puede ser posible sin la posibilidad de discernir de manera adecuada las opciones que a una persona o a una nación le corresponden. Y eso sólo se consigue con la educación. También creo que es una responsabilidad del Estado, como materialización de la necesidad del bien colectivo, ofrecer la posibilidad de que esa educación esté al alcance de todos sus integrantes. La excelencia de la UNAM demuestra que eso es posible. Goya, por siempre.

lunes, noviembre 08, 2010

A wi-wi, cómo ño…


A Mario González Suárez me lo presentó David Ojeda en alguno de los desayunos de algún encuentro de Jóvenes Creadores en el 2007. El entonces asesor de novela me pareció un escritor discreto como el que más, sumamente callado y observador a hurtadillas de los especímenes que lo rodeaban. Yo había escuchado críticas muy buenas de su novela De la infancia, misma que algunos consideraban una de las mejores obras escritas por los miembros de su generación. No leí (ni he leído, debo confesarlo) tal obra.
          Pero sí leí de corrido A wevo, padrino, una novela editada en 2008 sobre uno de los temas que en aquel entonces representaba una especie de moda-género-propuesta que hasta bautizo alcanzó (la narcoliteratura) y que hoy se ve rebasada en sus supuestos por la dolorosa realidad que atestiguamos a través de los medios de comunicación y de las pláticas de experiencias en primera persona, cada vez más frecuentes.
          Sin más ambages diré que la novela me gustó. Por varias cosas. Una de ellas es el lenguaje utilizado por el autor para hacer que su narrador protagonista relate (intermediación del mentado "padrino") su historia; la voz se desnuda auténtica, salpicada de modismos y de referencias a todos los elementos que conforman el mundo del crimen y de su supuesto combate.
Los Grajales [policía estatal], chacas [jefes] en Mazachúsetz [Mazatlán] y en el estado, irían en sus lanchas el día del recobre. Los federicos [la policía federal], en sus botes wardacostas. Lo mismo la armada. Y nosotros, o sea el Cuéllar, escoltado por la sardina [el ejército]. Yo creo que ya empezaba a verse que nos la estaban pelando por adelantado -y les iban a faltar manos: ¡está llena pero no alimenta, putos! La maleta estaba bajo la custodia de los Grajales, que la querían para ellos y el góber. Federico la estaba perreando pero para dársela a Samuel [el tío Sam, los EEUU], así que siguió fingiendo que respetaría al Cuéllar y a los californios [narcos gringos] -que íbamos a ir como amiguitos todos juntos a sacar el clavo. [p. 79]
Otra de las cuestiones tiene que ver con la manera en que el autor va enredando a su narrador en una trama en la cual se dejan ver dos madejas: por un lado, la suerte que toca al narrador de verse envuelto en una historia que no había previsto ni deseado y la manera en que se hace verosímil el convencimiento paulatino por la nueva forma de vida; y, por otro, la manera en que González Suárez logra justificar este convencimiento, a través de los constantes arribos de billetes fáciles con los cuales el narrador comienza soñando con poner un negocito, para después olvidarlo por completo en aras de sus obsesiones personales y de la inercia que los acontecimientos comienzan a tomar.
          Porque la historia emociona, desde la primera página (y en algo influirá, supongo, que esta novela sea una especie de descripción detallada de las historias que en estos últimos años la prensa no se cansa de reseñar y la realidad de proveer). El relato transcurre vertiginoso, presentando a una serie de personajes que, más allá de fáciles estereotipos, se convierten en encarnaciones de los personajes asociados al mundo del crimen organizado: Jaime Cuéllar, el abogado que descubre desde muy temprana adolescencia que el crimen paga mejor que la "vida decente" y se convierte en uno de los capos más importantes del país; Cachito, desertor del ejército con un apetito y gusto por descabezar a sus víctimas; Quiñones, el sicario de vocación y ferocidad probada; Mataperros, un sicario enganchado a la droga y ésta una de sus principales prestaciones de su vida criminal; Mr. Murray, un gringo que sirve de conecte entre la mafia mexicana y su homóloga gringa, cuya fachada legal la justifica como obras de caridad; la Gáby, aventurera administradora que añade erotismo y ambición a su presentida inteligencia empresarial; Peñagómez, profesionista que, al ser despedido de su empleo y tener que mantener el nivel de vida de su familia, se ve orillado a trabajar como asesor científico de los narcotraficantes; et caetera.
          Y entre todos éstos, sobresale la voz de ese narrador que nos cuenta la manera en cómo un don Nadie se ve arrastrado por la fatalidad (el destino, la vorágine) de una historia que no hubiera elegido de manera consciente. Un taxista que, tras un berrinche familiar, se encuentra con un habitante de su pasado que, sin desearlo, lo arrastra con él hacia una vida completamente alejada de sus preoupaciones mundanas e insignificantes. Un hombre que ama a su mujer, pero que no soporta a la familia de ésta y sólo está buscando que aquella "se arrepienta" por andarle haciendo "escenitas". Una voz que se oye consistente, fuerte, convencida. Sobre todo porque narra la historia que ya fue, aquello para lo que no hay remedio.
          Y es precisamente en ese narrador en donde uno encuentra algunas de las cosas que se le pueden reprochar al relato. Uno, el que más descontento me dejó, refiere a una escena en la cual, tras una balacera prefabricada y el intento desesperado del protagonista por huir, atraviesan un sitio por donde su pequeña hija y su esposa atraviesan, dando lugar a una situación fatal, pero también un tanto inverosímil.
          Queda, sin embargo, una buena sensación al atestiguar, así sea forzando las claves de la realidad, la manera en que muy probablemente se conciben los negocios, el crimen y la política.
Al Cuéllar ya le había latido incluso que el cabrón de Federico había aventado a los Grajales contra nosotros nomás pa deshacerse de ellos. Lo que Federico estaba queriendo decir no era que le pagaran la merca sino que le entregaran el tesorito del contenedor, pero como en realidad no lo dijo, sus exigencias se desviaron a que ahora quería ser el proveedor uno y trino y reconocido, el papá de los pollitos. Eso significaba que desde hoy mismo el Cuéllar y la gente de míster Murray no podían actuar de este lado de la frontera. Ni ningún otro compa que no se reportara con Federico, y que ahora en bueno iba a ser el chaca de Tampico. El gringo volvió a decir que yes, ol rai, pero te voy a platicar una cosa: la chispita que la gente va a disfrutar ahora es un polvito mágico para ponerla bien birrionda, una tacha capaz de despertar un deseo tan intenso que desaparezca cualquier criterio para ejecutarlo. Todos contra todos padrino. A wilbur. Y que lo iban a soltar aquí, en el país. Federico es un ojete pero lo asustan las sociedades de padres de familia. No, espérate. Entonces no me estorbes. Pero es que tú, que la chingada. Ni madres.

Mario González Suárez, A wevo, padrino, México, Modadori, 2008.

viernes, noviembre 05, 2010

Tu barro suena a plata...


El mexicano celebra. Está en la configuración de su identidad, según la visión folclórica que se ha construido. Derrocha en la fiesta. Se endeuda con tal de quedar bien. Simula lo que no tiene, con tal de que, durante unos momentos, los demás crean que realmente posee lo que presume ostentosamente. México celebra su fiesta del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución con un extraordinario derroche de recursos mediáticos y discursivos. Durante 2010, todos los eventos organizados por los gobiernos llevarán la referencia del festejo. Y más aún, la fiesta de celebración será fastuosa e hiperbólica. Fuegos artificiales al por mayor. Derroche de sentimiento “nacionalista” desde las pantallas de televisión, los spots radiofónicos, los desplegados de los diarios, los espectaculares a la orilla de la carretera. Uno es mexicano si se sintoniza con esas fanfarrias y redobles. Si no, se corre el riesgo de parecer un amargado y un aguafiestas.
          2010, como aquel 1910 de don Porfirio, es un año complicado para la vida nacional. Con una crisis económica en marcha, sin una perspectiva clara de recuperación, el bicentenario alcanza a un gobierno en crisis de legitimidad, con saldos negativos en temas fundamentales como la seguridad, el empleo y la administración de la justicia. No se puede pensar en un festejo de algo que no se ha consolidado de ninguna manera. No podemos celebrar la independencia si seguimos dependiendo de gobiernos extranjeros. No se puede festejar las luchas de Madero, Zapata y Villa si sus anhelos de igualdad no son una realidad tangible en nuestra sociedad.
Nada como los bicentenarios para concitar fantasías de progreso, paz y comunión en nuestras alicaídas democracias. O al menos así lo piensan nuestros políticos: una buena borrachera para distraer la atención de la gigantesca crisis económica que, como un tifón largamente anunciado, golpea con toda su fuerza a la región; una cortina de humo para ocultar o al menos opacar la inseguridad, la corrupción y la miseria de nuestras repúblicas.
          No quiero sonar como uno de esos malignos alarmistas aguafiestas que no se cansan de embutirnos su amargura y señalan una y otra vez que América Latina nada tendría que festejar en 2010: todos los países necesitan de vez en cuando unas sesiones de terapia que, más que obligarlos a evaluar su pasado, les permita tolerar que las infinitas promesas lanzadas por sus próceres no se hayan cumplido en el presente. Pero tampoco nos llevemos a engaño: el circo jamás ha funcionado como aglutinador social sin el pan que debe acompañarlo, y América Latina canta a sus raíces en una época de vacas flacas, flaquísimas, que no invitan a la pura descarga de emotividad. México, en 1910, fue ya ejemplo: a las majestuosas ceremonias organizadas por el dictador Porfirio Díaz con motivo del primer centenario de la independencia les siguieron, apenas una semanas después, los estallidos de una larga y sangrienta revolución.
Jorge Volpi,
El insomnio de Bolívar
Queda mucho camino por andar para que podamos, sin rubor, festejar nuestra independencia y nuestra revolución. Tenemos que seguir caminando en el sendero de los acuerdos, de las propuestas de proyecto de nación incluyente, tolerante y asuntivo de todas las expresiones culturales que se expresan en este país. Debemos seguir esforzándonos por entender qué somos y qué es lo que nos define como mexicanos. Cuáles son los elementos en que se pueden ver reflejados los más de cien millones de personas que se agrupan bajo el gentilicio de “mexicanos”.
          Dirán algunos que se han conseguido avances en la consolidación del proyecto de nación. Que la situación de desigualdad no es dramática como la experimentada por los novohispanos de la independencia o los mexicanos de albores del siglo XX. Y tienen razón, pero tampoco se pueden hacer a un lado las graves carencias y las desigualdades que sobreviven a doscientos años del inicio de nuestra vida como país independiente. Porque, en muchos sentidos, aquel 16 de septiembre de 1810 marcó el inicio de nuestra historia patria. Fue el momento en que se pensó de manera consciente creer en la posibilidad de manejar nuestro destino de manera autónoma y sin ningún rectorado o subordinación.
La historia que nos han enseñado es francamente aburridísima. Está poblada de figuras monolíticas, que pasan una eternidad diciendo la misma frase: “la paz es el respeto al derecho ajeno”, “vamos a matar gachupines”, “¿crees tú acaso, que estoy en un lecho de rosas?”, etcétera.
          Los héroes, en el momento de ser aprobados oficialmente como tales, se convierten en hombres modelo, adoptan una trayectoria que los lleva derecho al paredón, y adquieren un rasgo físico que hace inconfundible su figura: una calva, una levita, un paliacate, bigotes y sombrero ancho, un brazo de menos. Ya está el héroe, listo para subirse en el pedestal.
          Todo esto es muy respetuoso, ¿pero quién se acuerda de los héroes? Los que tienen que presentar exámenes. ¿Quién quiere imitarlos? Yo creo que nadie. Ni los futuros gobernadores.
          Cuando ve uno pasar un camión que dice: “El Pípila vivió ochenta años”, piensa uno para sus adentros: “cuestión que no me importa”, y tiene uno toda la razón.
          Pero si la Historia de México que se enseña es aburrida, no es por culpa de los acontecimientos, que son variados y muy interesantes, sino porque a los que la confeccionaron no les interesaba tanto presentar el pasado, como justificar el presente.
Jorge Ibargüengoitia,
Instrucciones para vivir en México
La transformación del país ha respondido a las situaciones históricas que los que nos antecedieron tuvieron que sortear. Decisiones difíciles y heroicas algunas, errores de estrategia y de apreciación otras, y, algunas más, abiertas traiciones a lo que esta tierra debería representar. Pero estamos aquí, a doscientos años. Con la disposición de acudir a la borrachera fenomenal que implica cumplir doscientos años. Sin tener noción clara de la magnitud de la resaca. En estos días de euforia prefabricada debemos volver la vista atrás y preguntarnos si los héroes que celebramos se sentirían orgullosos de contemplar el país que tenemos hoy. Si nosotros podemos reclamar las demandas de esos hombres singulares como nuestras. Si lo que hoy somos justifica toda la sangre derramada y las vidas sacrificadas por los hombres y mujeres del pueblo que buscaban cambios sustanciales para ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos.
          La respuesta a estas preguntas tal vez llegue a cuestionar la pertinencia de este festín al estilo romano, en donde sobrará el circo y a muchos les faltará el pan.

jueves, noviembre 04, 2010

Navegaré por las olas civiles...

Un anhelo atraviesa de principio a fin los dos procesos que celebramos este 2010: la lucha por la democracia. Democracia es lo que buscan los criollos, al demandar mayor equidad en el reparto de los puestos administrativos y en la posibilidad de participación política del entonces virreinato de la Nueva España. Democracia es lo que exige el movimiento popular que encabeza Miguel Hidalgo, con esa diversidad de hombres de oficios diversos reclamando por la tiranía de que han sido objeto durante tres siglos. Democracia es lo que busca Morelos al expresar sus Sentimientos de la nación, el primer documento que, más allá de la declaración formal de la independencia, establece los fundamentos ideales para la construcción de la patria mexicana.
          La Revolución Mexicana comienza por razones similares. Democracia exige Francisco I. Madero al oponerse a la reelección indefinida y amañada de Porfirio Díaz. Democracia persigue Emiliano Zapata con su Plan de Ayala y la posibilidad de refrendar derechos para los más despojados de derechos. Democracia pide Lázaro Cárdenas al reclamar la propiedad de los recursos naturales de la patria.
          A doscientos años del primer grito de libertad democrática en nuestro país la lucha continúa. Las condiciones son otras, pero el anhelo sigue presente y forma parte de los avances que la nación ha tenido en el último siglo. Porque la lucha democrática no es algo que aluda sólo a los procesos electorales, a los partidos o al ejercicio de gobierno. La democracia implica todas las acciones que como ciudadanos decidimos llevar a cabo teniendo como visión última el bien común. Democracia es pensar en que el sueño que los héroes de la Independencia y la Revolución pueden cristalizar en logros prácticos y reales en los momentos actuales.
En resumidas cuentas, Miguel Hidalgo lanzó el grito de batalla que a partir de entonces se convertiría en lema del país:

Vamos a coger gachupines.
¡Viva la religión católica!
¡Viva Fernando VII!
¡Viva la patria y reine por siempre en este continente nuestra sagrada patrona, la santísima Virgen de Guadalupe™!

Los guardianes de la tradición aún lamentan que, en la ceremonia que los presidentes llevan a cabo tradicionalmente desde entonces, se hayan olvidado tan sabias y justas palabras y hayan terminado por sustituirse por expresiones menos patrióticas, como:

¡Viva Hidalgo! (él jamás lo hubiese consentido),
¡Vivan los Niños Héroes! (que no existieron),
¡Viva Zapata! (anacrónico),
¡Viva el tercer mundo! (desliz echeverrista),
¡Viva Milton Friedman! (en épocas salinistas),
¡Viva la Virgen de Guadalupe™! (otra vez con Vicente Fox).
Denise Dresser y Jorge Volpi,
México: lo que todo ciudadano quisiera (no) saber de su patria
La construcción de un proyecto de nación pertinente para México pasa por dos cuestiones fundamentales: uno, despojarse de la influencia de modelos extranjeros y experimentos exóticos y pensar las soluciones para el país desde las características (asuntivas y atávicas) de propio país; y el otro, tener la convicción profunda de que trabajar para el bienestar del colectivo redunda de manera efectiva en el bienestar individual. Mientras no estemos convencidos de que plantear el beneficio del país implica trabajar para el propio bienestar estamos perdidos. Necesitamos generar un establishment que de manera consciente reconstruya las posibilidades del país desde las propias habilidades y poderes. De no reforzar al país como ente colectivo, como proyecto de nación, el riesgo es continuar en el mismo rumbo que los grupos de poder económico, político e ideológico han decidido para todos. Y las evidencias actuales informan del fracaso de ese rumbo.
          La democracia se funda en un principio que no se puede pasar por alto: el de la igualdad. La democracia le reconoce a todos los ciudadanos de determinada sociedad la capacidad de decidir cómo han de llevarse a cabo las cuestiones que atañen al bien público. Miguel Hidalgo hacía énfasis en la necesidad de otorgar representación, sin distingos, a todos los pueblos que conformaban la incipiente (o inexistente en esos momentos) nación mexicana: “Establezcamos un Congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino que dicte leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo: ellos entonces gobernarán con dulzura de padres, nos tratarán como a sus hermanos y desterrarán la pobreza”.
          Morelos, en sus Sentimientos... no difería un ápice en lo propuesto por el Padre de la Patria. Remite la soberanía de la nación al pueblo y a los representantes que de estos dimanan: “La soberanía dimana inmediatamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en el Congreso Nacional Americano, compuesto de representantes de las provincias en igualdad de números”; y después describe las condiciones que deberán vigilar y operar aquellos elegidos para realizar el sueño de los independentistas: “Como buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal al pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”.
Los buenos festejos cívicos son la cosa más difícil de inventar, sobre todo si se pretende que sean originales, solemnes –sin llegar a ser soporíferos- y que afecten positivamente a todas las capas de la población, sin provocar divisiones ni enemistades.
          Desgraciadamente, lo primero que se les ocurre a los comités encargados de formular el programa de festejos es hacer un monumento.
          Es posible que haya división y que la mitad de los miembros propongan que se tumben árboles para erigir la estatua, mientras que la otra mitad propone que se arrase una colonia de pobres –foco de contaminación física y moral- y que se planten árboles para hacer un parque, en cuyo centro se erigirá la consabida estatua. Si el prócer está en el candelero y la patria boyante, se hará parque, si no, se tumbarán los árboles, pero, podemos estar seguros de que en ningún caso nos escapamos del monumento.
Este fenómeno demuestra que los caminos más trillados son los más equivocados. En efecto. Hay que admitir, que si de hacer festejos se trata, no hay ceremonia más aburrida que la de descubrir una estatua, aun en el caso óptimo de que se atore el cordón y sea necesario llamar a los bomberos para que desde la escalera jalen la manta, y le dé insolación a la nieta del prócer. Los monumentos, hay que admitir, son piedras que cuestan una fortuna y que se olvidarían si no fuera porque estorban el tránsito.
Jorge Ibargüengoitia,
Instrucciones para vivir en México
Las visiones de Zapata, Madero y Villa, durante la Revolución Mexicana harán hincapié cada uno en lo que consideraban sustancial para la defensa de aquello que representaban: para Madero, era esencial la igualdad de condiciones en la participación política; para Zapata, la igualdad de trato en la búsqueda de la justicia; para Villa, la desaparición de los abismos de riqueza entre los que más tenían y los que no alcanzaban más que la caridad pública o privada.
          ¿Cómo se traduce actualmente esta situación? ¿Cuáles son los avances o las transformaciones que hemos tenido como parte de ese plan trazado por los héroes de la Independencia y la Revolución? La situación no es ni cercana al pensamiento idealista de los representantes populares de los dos procesos. En cuanto a la “moderación de la opulencia” se puede corroborar un fracaso estrepitoso. El reparto de la riqueza es una cuestión de gravedad impresionante. El hombre más rico del mundo convive en un país en donde millones no tienen siquiera para cubrir sus necesidades más básicas. La riqueza y la pobreza comparten espacios que cada vez son más de subordinación y de cercanía. En las ciudades, los conjuntos residenciales más opulentos conviven al lado de las colonias más empobrecidas y marginalizadas. En el campo, el régimen de la tierra sigue operando bajo esquemas acorde a los tiempos: combinaciones de acaparamiento de productos agrícolas e intermediación injusta, con grupos que operan un monopolio del comercio, los servicios y la administración pública, que originan un estancamiento en la posibilidad de cambio de situación de las masas indígenas y campesinas.
La desigualdad quiebra la idea misma de democracia –e incluso de política en su acepción moderna-, pues divide a la sociedad en órdenes distintos, ajenos entre sí. Mientras los ricos tienden a aislarse en sus propias ciudadelas fortificadas, aterrorizados ante los demonios de la inseguridad –es decir: ante esos otros, siempre sospechosos, que codician sus bienes-, los pobres viven atrapados en sus guetos, y sólo la clase media, cada vez más escasa y debilitada, sirve de tímido puente entre ambos órdenes. Las escalofriantes diferencias económicas que se atestiguan en América Latina acendran las diferencias entre los grupos sociales hasta volverlos extranjeros. En las grandes ciudades, y en especial las megaurbes como México, Caracas, Sao Paulo o Buenos Aires, han surgido faraónicas poblaciones amuralladas, pulcras y seguras, dotadas con todas las comodidades –multicinemas, salas de conciertos, malls, parques, gimnasios, campos de golf-, en medio de sórdidas barriadas, favelas, ciudades perdidas o ranchitos que con frecuencia carecen de servicios básicos como electricidad, alcantarillado o agua corriente. Pese a situarse a pocos metros de distancia, los habitantes de estos dos universos apenas se conocen: el contacto entre unos y otros se limita a las relaciones entre las amas de casa y sus cocineros, jardineros y sirvientas.
Jorge Volpi,
El insomnio de Bolívar
Mientras minorías privilegiadas pueden acceder a niveles de vida acordes a los que prevalecen en el llamado “Primer Mundo”, mayorías condenadas a vivir bajo la línea de la pobreza se ven obligadas a migrar, a sobrevivir en condiciones deplorables o a dedicarse a actividades que muchas veces lindan o desafían abiertamente la legalidad. A pesar de las promesas idealistas de la Independencia y de las previsiones realistas de la Revolución, la pobreza se ha incrementado, y afecta a los mismos que la han sufrido desde los tiempos de la Colonia española: indígenas, campesinos, obreros, pequeños comerciantes; la diferencia con los tiempos que corren tiene que ver con el número y la diversidad de quehaceres y naturalezas de las personas que conforman ese colectivo.
          Muchos son los pensadores que han reflexionado acerca de la manía tan latinoamericana de creer que los decretos pueden transformar la realidad de manera automática. Es decir, que la emisión de leyes, sin instituciones fuertes que las respalden, pueden terminar con problemas reales como la pobreza, la ignorancia, la desigualdad. Lo prevenía Bolívar, el gran teórico de la independencia sudamericana, y lo retomaba con conocimiento de causa Octavio Paz en El laberinto de la soledad. La realidad se puede transformar pensándola desde las propias condiciones de la realidad. Y una de esas características de la realidad, relacionada con la democracia tiene que ver, precisamente, con la igualdad.
          Alexis de Tocqueville es su estudio sobre la democracia en los EEUU (La democracia en América) mencionaba que el estado de igualdad e independencia entre ciudadanos hacía que éstos demostraran su gusto por las instituciones que garantizaban tal igualdad. En México ocurre lo contrario. Muchas de las instituciones generadas idealmente para salvaguardar esa igualdad, han hecho lo opuesto, profundizando de manera evidente los abismos abiertos entre los que más tienen y los que menos. En una realidad en la que una pequeña parte de personas es depositaria de una gran cantidad de riqueza y una masa enorme deficitaria de esa misma riqueza, la desigualdad opera desde las posibilidades de coacción política, económica y de beneficio personal de las instituciones dedicadas a administrar cuestiones fundamentales como la justicia.
          Hay voces que previenen de la posibilidad de una revuelta armada en este 2010. Las condiciones sociales y de garantías no son las mismas que hace cien o doscientos años. Incluso, el sistema y la solidaridad horizontal entre iguales permite que la sobrevivencia de muchas personas impida el desarrollo de una revolución armada que tenga como base común el reclamo por la inequidad en el reparto de la riqueza. Sin embargo, sí hay elementos que pudieran justificar una rebelión generalizada y que no podría ser cuestionada: la impunidad y la falta de sanciones para aquellos que pueden manipular a la ley y sus instituciones a su gusto.
Han pasado dos siglos, en el año 2010 los sectores oficiales se ven obligados a “conmemorar el bicentenario” al mismo tiempo en que, de espaldas a la soberanía nacional, han dado pasos para la integración económica, política, cultural y militar con Estados Unidos, por lo que necesitan eliminar de esta conmemoración todo su contenido patriótico y revolucionario. Ensalzando la forma y tergiversando su contenido.
          En el año 1910, otro régimen antinacional y antipopular, la dictadura de Porfirio Díaz “celebró” el centenario de la Independencia inaugurando el Monumento a la Independencia, el Hemiciclo a Juárez, el manicomio de La Castañeda, la Universidad Nacional, el Palacio de Correos, la Escuela Normal para Maestros, la Estación Sismológica Central en Tacubaya, y otras obras, así como escuelas, parques, exposiciones y congresos. Los principales invitados a las fiestas fueron los embajadores de potencias extranjeras, mientras que a los indígenas se les impedía el ingreso al primer cuadro de la ciudad.
          En la actualidad los gobiernos surgidos del PAN y encabezados por Vicente Fox y posteriormente por Felipe Calderón pretenden festejar el bicentenario con obras vistosas, al mismo tiempo que buscan despojar de su contenido histórico a los hechos y personajes principales de la Independencia.
Pablo Moctezuma Barragán,
¡¿Celebrando el bicentenario?!
Menciona Jorge Volpi en El insomnio de Bolívar que la democracia sólo existe si todos los ciudadanos pueden presentarse en igualdad de condiciones ante un juez. Si partimos de esta premisa, podemos concluir, sin dudas, que en México no hay democracia. La justicia es un ausente de evidencia dramática y dolorosa en muchos casos. Se pueden citar de memoria infinidad de casos en los que, a pesar de todas las evidencias jurídicas, los culpables no son castigados. Sea porque pertenecen a una élite económica, sea porque son parte del aparato de poder político, sea porque sus complicidades con los anteriores los colocan en una situación en la que les es posible evadir la acción de la justicia. Las instituciones y la ley que les da sentido pierden su pertinencia y razón de ser.
          La falta de igualdad se reviste de impunidad y de indiferencia. Y se refleja en todos los ámbitos. Incluso en los que atañen a los procesos de construcción de la democracia, vía el debate y la diversidad partidista. En este proceso, actores fundamentales como los medios de comunicación y la clase empresaria no han dudado, cuando los planes de gobierno contravienen sus propios intereses, en mediar de manera desigual en los procesos electorales. El caso de los medios de comunicación es el más evidente y de los más influyentes. En una sociedad en donde una cantidad reducida de personas maneja los canales de expresión masiva de la opinión pública, los riesgos de que la información emitida responda a intereses particulares o de grupo es creciente y riesgosa. Lo último, porque rara vez los intereses de los dueños de los medios de comunicación coinciden con los del grueso de la población y porque, en otras ocasiones, los intereses de facción política no responden tampoco a demandas sociales de interés colectivo.
Todo lo que vemos a nuestro alrededor, niño revolucionario, es producto de la Revolución Mexicana, que como todos sabemos, empezó como movimiento armado y se transformó más tarde en un movimiento social en el que participan todos los mexicanos sin distinción a clase social, que tiene por finalidad alcanzar una más justa distribución de la riqueza, e igualdad de oportunidades y de trato ante la ley.
          Pues bien, niño, este señor que ves aquí, tocando el claxon del Mustang para que la criada venga a abrirle la puerta, es un humilde revolucionario a quien la Patria ha recompensado sus esfuerzos en pro de la justicia social. La altanería que le notas no es aire de aristocracia, sino el orgullo propio de nuestra raza; nos bastan dos años de no pasar hambres para sentirnos de la mejor sociedad.
          No me preguntes, niño revolucionario, en qué hizo su dinero este señor, ni qué es lo que sabe hacer, probablemente nada, pero esta circunstancia constituye uno de tantos misterios instructivos que tiene nuestra sociedad.
          Este campesino que ves, cruzando la calle a brincos, es uno de los que fueron liberados por la Revolución de las tiendas de raya y los patrones desalmados. ¿Qué dice el campesino que acaba de cruzar la calle a brincos? ¿Qué viene desde Durango y hace tres días que no come? Ah, se me olvidaba decirte, niño, que el país se ha industrializado...
Jorge Ibargüengoitia,
“Cuento para el niño revolucionario”
Tampoco se puede decir que la construcción de la democracia sea un proceso roto o inútil. Se tiene que reconocer que se han logrado avances en los que la sociedad civil y los ciudadanos tienen mayores posibilidades de incidir en los destinos del país, o al menos, en frenar casos específicos de injusticia e impunidad. Sin embargo, es mucho el camino que todavía se tiene que andar. Es necesario que las leyes y las instituciones se sintonicen con la realidad. Que se pueda afirmar que la igualdad de los ciudadanos es una cuestión real y que, por lo tanto, también lo es la posibilidad de la democracia.
          Un simulacro de democracia nos da un simulacro de nación. Las luchas históricas celebradas en este año buscaban, al menos toda la parte que nos gusta celebrar, la posibilidad de alcanzar el futuro como una nación en donde los privilegios estuvieran abolidos. En donde todas las voces tuvieran posibilidad de escucharse y de tener el mismo peso. Mientras ocurra lo contrario, es decir, mientras que las leyes sean veneradas en su escritura, pero despreciadas en su práctica, sus ciudadanos seguirán habitando un simulacro incómodo y alejado de los ideales que tan fastuosamente se celebran. Sólo entonces, los anhelos de Morelos de buscar que “las leyes generales comprendan a todos, sin excepción de cuerpos privilegiados” podrán volverse ciertos y ayudar a consolidar la lucha iniciada hace doscientos años.

miércoles, noviembre 03, 2010

A regañadientes...


Dice Alma Guillermoprieto en la “Introducción” de Historia escrita:
Resultará evidente mi profundo desacuerdo con las ideas de cada uno de los personajes reseñados (aunque espero haber evitado la tentación de la polémica), y sin embargo es el caso que me sentí impulsada a retratarlos justamente a ellos y no a otros. Hay razones obvias: su delirio, su amor a lo imposible, su terquedad y orgullo inacabable, que algo tienen de Prometeo y algo de Sísifo, nos han seducido a todos. Tampoco puedo evitar mis propias contradicciones: tendrán todos una vocación irremediable por el desastre, pero la mediocridad no se les da, y a regañadientes los admiro.
Esto que apunta la autora con respecto de su texto es algo parecido a lo que me pasó con esta serie de crónicas que retratan, de manera puntual y con una capacidad envidiable de síntesis, a cinco personajes que se encuentran ligados de manera irremediable a la historia de América Latina: Eva Duarte de Perón, Ernesto Guevara de la Serna, Fidel Castro Ruz, Mario Vargas Llosa y el Subcomandante Marcos.
          En otra ocasión había comentado la capacidad que tiene Guillermoprieto para captar la atención y movilizar las neuronas de sus lectores. Sus crónicas parten de un principio fundamental: la negación de prolongar el endiosamiento irreflexivo. Una crítica que se ejerce, no de manera taxativa, sino narrativa. Heredera de la tradición de crónica histórica tan rica en nuestra región, se lanza a desmenuzar, de manera corta pero contundente, los elementos más visibles de los personajes que aborda. Y lo hace con un método que consigue reflejar interés no sólo de manera interna con respecto de su texto, sino de manera “fractal” con respecto de los textos a los que alude para construir mucho de su relato.
           Están ahí los diarios del Che (los varios diarios) contrapuestos a su historia personal y a sus obsesiones políticas; los casi interminables discursos fidelistas al lado de las omisiones propias de la censura del régimen; la retórica radionovelera de Eva Duarte contrapuesta a su capacidad sobrehumana de organización; las ambiciones literarias de Marcos junto a las posibilidades mediáticas que abrió; el pensamiento liberal y realista de Vargas Llosa frente a su asco al contacto con la pobreza y la masa.
          Pareciera que el mecanismo preferido (y eficaz) de la cronista se funda en dos cuestiones fundamentales: por un lado la búsqueda consciente de la contradicción y los mecanismos bajo los cuales opera; y, por otro, una colocación certera de los matices que desenfocan el discurso generalmente aceptado al respecto de los personajes que disecciona.
          No podemos pasar por alto dos cuestiones fundamentales: primero, que las crónicas son escritas en primera instancia para el público norteamericano en inglés (trad. de Laura Emilia Pacheco y Emma Palacios) lo que le confiere un probablemente inconsciente, pero eficaz, tono expositivo para neófitos; y, segundo, que los textos son generados durante la década de los noventas, en pleno auge neoliberal y en sincronía con alguno de los procesos que reseña (el fenómeno del EZLN en específico).
          Sin embargo, y sin dudar un instante, creo que los textos contenidos en este libro son ampliamente recomendables y dignos de ser analizados a la luz de que, más allá de su negativa a la polémica, consiguen hacernos pensar de manera crítica mucho del discurso hegémonico de izquierda que, aunque suene contradictorio, también existe y opera con una eficacia posible gracias a los procesos históricos latinoamericanos y a la realidad que nos ha tocado habitar.

Alma Guillermoprieto, Historia escrita, México, Plaza y Janés, 2001.

Calaveras centenarias/ para ideologías varias

Calavera a las calaveras

Desde lejanos ayeres
hace más de cien añotes,
las calacas literarias
se salen de los gañotes.

Gritan verdades ocultas
dicen verdades hirientes,
ponen en claro las culpas
y pecados evidentes.

Es un arte muy preciado
que se vale del humor,
para dar juicio acertado
sin miedos y sin temor.

Sin embargo, cada año
parecen ya más escasas,
han sufrido enorme daño
del halloween-calabaza.

Aquí dejo testimonio
de alguien que sí lo viera,
cómo el tiempo y la pereza
mataron mi Calavera.


Felipe Calderón

Que se nos va Calderón
que se lo lleva la Muerte
directo para el panteón
somos un país con suerte.


Y es que se sintió solito
en México deshabitado,
su lucha contra el delito
fue un éxito inesperado.

Al llegar al otro mundo
había manifestación
por culpa de este chaparro
tienen sobrepoblación.

...
Barack Obama


Ya se murió el presidente
quesque Nobel de la Paz,
...la Muerte le peló el diente
y lo llevó al Más Allá.

A llegar lo recibieron
demócratas activistas,
pidió que los apresaran
por ser unos terroristas.

Votaron por el los hombres
de historia de esclavitud,
él les prometió una cosa
la Reforma de Salud.

Sin embargo, no ha cumplido;
después de mucha oratoria,
arrastra entre los pendientes
la Reforma Migratoria.

Murió Obama, lo sabemos,
y lo sabemos re-bien,
en la CIA lo confundieron:
¡también se llama Hussein!


···
La UNAM

Murió la Universidad,
qué triste cosa ha pasado,
...la Muerte se la cargó
y la llevó al Otro Lado.

Dicen que fue el CGH,
dicen que fue el sindicato,
dicen que fue el presupuesto,
dicen que fue Patronato.

Murió la Universidad
Centenaria y Nacional,
en su lugar ha quedado
un complejo comercial.

···

LA (IN)SEGURIDAD

Dijeron los titulares
de los diarios matutinos
que hallaron muerta a La Muerte
en un panteón clandestino.

Menuda sorpresa tuvo
la Huesuda distraída
caminando por la calle
le dio una bala perdida.

Ha salido el presidente
a declarar agobiado,
que la Muerte era la jefa
del crimen organizado.

...y los veneros de petróleo el diablo

México tiene una riqueza de recursos naturales impresionante. Las representaciones del territorio mexicano como el de un cuerno de la abundancia suelen calificarse de exagerados y, sin embargo, hay mucho de cierto en las apreciaciones que permiten tal visión. Herederos de una diversidad ecológica envidiable, territorio variado en ecosistemas y climas, poseedores de reservas de agua potable suficientes para abastecer a su población, enorme potencial de producción agrícola y, sobre todo, recursos no renovables que le permiten ventajas de negociación e intercambio frente a otras naciones, cuestión específica: el petróleo.
          ¿Por qué en México el petróleo no se ha constituido en motor del progreso como en otros países? ¿Por qué la posibilidad de desarrollar tecnologías y producción asociado a la riqueza que el petróleo genera se encuentra estancada desde hace muchos años mientras que otros países se encuentran a la cabeza de innovación tecnológica y transformando su producción en puntos clave de impulso de sus economías y tratados comerciales? Los casos de Noruega, país cuyo gobierno controla el 60 % del aparato productor y transformador de la industria petrolera, u Holanda, máximo productor de gas natural de Europa Occidental, son dignos de tomar en cuenta. El mecanismo en ambos casos ha sido el mismo: buscar la manera de aprovechar los recursos naturales detectados, comenzar su explotación, establecer mecanismos tecnológicos y de investigación que les permita desarrollar su industria, comenzar el avance en diversificación de los productos derivados de esos recursos y reinvertir las ganancias en el crecimiento de la industria que mantiene a otros sectores del propio país.
Pintar el mundo al revés
se ha visto entre tanto yerro:
el zorro corriendo al perro
y el ladrón por tras del juez.

Para arriba van los pies,
con la boca va pisando,
el fuego al agua apagando,
el ciego enseñando letras,
los bueyes en la carreta
y el carretero tirando.

A las orillas de un hombre
estaba sentado un río,
afilando su caballo
y dando agua a su cuchillo.
Eduardo Galeano,
“Coplas del mundo al revés,
para guitarra acompañada
de cantor”
En México la lógica parece haberse estancado a partir de la expropiación petrolera de 1938. México importa gasolina y la vende a precios por encima de la media de países no productores. Es decir, en lugar de aprovechar los beneficios que ofrece el hecho de ser propietarios de yacimientos petrolíferos que pudiesen satisfacer la demanda interna de combustibles y gasolinas, el gobierno en turno insiste en la necesidad de equiparar el costo de la gasolina con el de países que no tienen la fortuna de contar con este recurso. México es un país que exporta petróleo, pero que tiene que comprar sus gasolinas a precios internacionales.
          Para nadie es un secreto que una de las principales fuentes de captación de divisas es la venta de petróleo. Cierto es también que muchos de esos recursos van a abonar la posibilidad de llevar adelante proyectos de contención de la pobreza. Pero es evidente el hecho de que en épocas de bonanza los ingresos excedentes por la venta de petróleo no han sido reinvertidos en investigación o en el desarrollo de la propia industria. Los excedentes de épocas de bonanza se dedicaron a engordar la cuenta bancaria de una burocracia corrupta y perezosa que vio más por sus intereses políticos y económicos que por la posibilidad de una oportunidad que no podía dejarse pasar. Noruega desarrolló una estructura técnica y tecnológica alrededor de la industria petrolera que, en la actualidad, puede, a partir de su inversión en ramas relacionadas como la construcción y la metalurgia, levantar una planta de extracción en medio del mar sin depender de tecnología extranjera. México compra sus gasolinas en el extranjero y no puede concluir con la construcción de una nueva refinería desde hace ya bastante tiempo. En el campo tecnológico sigue dependiendo del desarrollo de otros países que llevan el liderazgo en el desarrollo de técnicas y maquinaria para hacer más eficiente la explotación y transformación del crudo.
Hay dos problemas principales en el uso del petróleo en México. El primero es que la economía del país está basada principalmente en las ventas de petróleo, que en su mayoría es crudo, ya que los derivados con valor agregado, (refinación y petroquímica entre otros), son casi nulos. Además se importan gasolinas porque no hay suficiente refinación y eso disminuye las utilidades que recibe el país. De esta manera se está sobreexplotando el crudo sin tener proyección a futuro. Por un lado no se invierte parte de las ganancias de la explotación, (incluyendo la bonanza por la alza de los precios), en la generación de riqueza en el país, sino que se utiliza para mantener la economía de la nación en el presente, no pensando a futuro. El petróleo sostendrá la economía de México, mientras siga habiéndolo. Sin embargo, casi no se invierte en exploración para asegurar nuevos yacimientos que igualen la cantidad de los que ya se están explotando, y así garantizar la continuidad de la explotación. El segundo problema principal es que el petróleo se está acabando en el mundo. No existe un organismo regulador que garantice que los países que dicen tener una cierta cantidad de petróleo, realmente lo tengan. Esto significa que en realidad no se sabe cuánto petróleo probado se tiene en el mundo.
Daniel Villanueva,
El petróleo en México
Dice el antropólogo Marvin Harris que el control de la energía es el control del poder. Y que este control, en términos nacionales, permite tener autonomía e independencia con respecto del propio destino. A últimas fechas ha resonado con renovada insistencia la versión de que es necesario permitir la privatización del sector energético de México. De permitir la inversión privada, nacional e incluso externa, dentro de los campos estratégicos de la producción energética. Petróleo y electricidad son las energías sobre las que se insiste de manera cada vez más reiterada, con la versión de que se ha llegado a un callejón sin salida.
          Más allá de la certidumbre en el fracaso de la dirección estatal del sector, cabe hacer algunas acotaciones con respecto de los experimentos que se han llevado a cabo en otros países. La intervención del capital extranjero ha llevado a emergencias de viabilidad en los campos referidos a este elemento fundamental de la economía de las naciones: el caso de Argentina con la desafortunada privatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) ha orillado al gobierno en turno a negociar con la empresa Repsol de España la no renacionalización del recurso, a fin de garantizar que ésta no paralizará al país o pondrá en caos al gobierno en turno. Se depende de una fuerza externa para la estabilidad de una sociedad que pudo administrar sus recursos y garantizar su propia viabilidad.
          La energía es, a todas luces, un elemento que permite hablar y mantener una independencia en el concierto de las naciones. En México ese equilibrio se ha mantenido a pesar de las pésimas administraciones y de la nula visión para llevar a cabo la estrategia que permita al petróleo convertirse en el motor de desarrollo de una industria que le permita crecer como país y resignificar su autonomía frente a las demás naciones. No se puede pensar la independencia si no se tiene control de la energía. La puesta de este recurso en manos ajenas al interés nacional puede llevar a una debacle mayor que la que se vive actualmente.
Hagamos breve historia del proceso creador de las compañías petroleras en México y de los elementos con que se han desarrollado sus actividades.
           Se ha dicho hasta el cansancio que la industria petrolera ha traído al país cuantiosos capitales para su fomento y desarrollo. Esta afirmación es exagerada. Las compañías petroleras han gozado durante muchos años, los más de su existencia, de grandes privilegios para su desarrollo y expansión; de franquicias aduanales; de exenciones fiscales y de prerrogativas innumerables, y cuyos factores de privilegio unidos a la prodigiosa potencialidad de los mantos petrolíferos que la nación les concesionó, muchas veces contra su voluntad y contra el derecho público, significan casi la totalidad del verdadero capital de que se habla.
          Riqueza potencial de la nación; trabajo nativo pagado con exiguos salarios; exención de impuestos; privilegios económicos y tolerancia gubernamental, son los factores del auge de la industria del petróleo en México.
           Examinemos la obra social de las empresas. ¿En cuántos de los pueblos cercanos a las explotaciones petroleras hay un hospital, o una escuela, o un centro social, o una obra de aprovisionamiento o saneamiento de agua, o un campo deportivo, o una planta de luz, aunque fuese a base de los muchos millones de metros cúbicos del gas que desperdician las explotaciones?
Lázaro Cardenas,
Mensaje a la nación (1938)
Es necesario refrendar el compromiso de todas las personas que el 18 de marzo de 1938, en los ecos transformadores de la Revolución Mexicana posterior a su lucha armada, consiguió recuperar un recurso que permitió a México mantenerse con una autonomía relativa y con la generación de ingresos que le permitieran atenuar, que no acabar, con la desigualdad de su población. Traicionar este acto patriótico, es traicionarnos a nosotros mismos.